El Guernica de Pablo Picasso
no es un cuadro; es un conjuro. Un eco petrificado en aceite y lienzo que,
desde 1937, ha detenido el tiempo para obligar al mundo a escuchar el grito
silencioso del horror. Es una obra monumental, no solo por sus imponentes
dimensiones —casi ocho metros de largo por tres y medio de alto—, sino porque
en su paleta de sombras y en sus formas quebradas, Picasso no pintó un evento,
sino la anatomía misma del dolor. Su nacimiento no fue un acto de inspiración,
sino una respuesta visceral a la inhumanidad, un manifiesto visual forjado en
la furia y la indignación que provocó el bombardeo de la villa vasca de
Guernica; un suceso que marcó un antes y un después en la historia de la guerra
y del arte.
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Guernica. Óleo sobre lienzo de lino y yuta. 351 x 782 cm. Pablo Picasso. 1937 |
La semilla del dolor: un encargo y una tragedia
El lienzo en blanco esperaba en el estudio
parisino de Picasso, un vacío tan vasto como la falta de una idea para el
Pabellón Español de la Exposición Internacional. El encargo del gobierno
republicano español era un llamado a la acción, un ruego por un mural que
dignificara a una nación asediada. Pero la musa del artista se había callado,
dejando solo una inquietud latente. Fue una tarde del lunes 26 de abril cuando
la noticia llegó a su puerta, no como una historia, sino como una daga
invisible. Guernica, una población indefensa, había sido arrasada por la
Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana, un experimento de
la barbarie que masacró a civiles y dejó un pueblo en ruinas.
El bloqueo creativo se hizo añicos. La
indignación de Picasso fue un torrente que lo arrastró a su estudio en un
frenesí de creación. Cada trazo, cada línea, era un golpe contra la injusticia,
un acto de resistencia. En poco más de un mes, el lienzo dejó de ser una tela
inerte para convertirse en un campo de batalla de emociones, una autopsia del
desastre que se extendía más allá de la fecha y el lugar. Fue una respuesta
poética, un contraataque de la imaginación contra la lógica fría de la
destrucción. Herbert R. Southworth, en La destrucción de Guernica. Periodismo,
diplomacia, propaganda e historia, confirma la inmediatez de la respuesta
del artista, al escribir: “El bombardeo de Guernica no solo provocó la furia de
los líderes republicanos, sino que generó una reacción de horror en todo el
mundo civilizado, a la que Picasso dio forma y permanencia”. La obra se alzó,
no como una crónica periodística, sino como la memoria misma del trauma.
La poética del blanco y negro: anatomía de la sombra
Picasso eligió despojar su obra de color,
un acto radical que la ancló en la realidad sombría de su tiempo. La paleta de
blancos, negros y grises no es una simple elección estética; es un grito
fotográfico. Evoca las instantáneas de prensa que documentaron la masacre, el
humo ascendiendo de las ruinas y la palidez de los cuerpos. Es el color del
luto, el color de la ceniza y de las sombras que se alargan sobre la historia. Frank
D. Russell, en El Guernica de Picasso, señala que la ausencia de color
intensifica el sentimiento de catástrofe: “Al suprimir el color, Picasso creó
una imagen que era a la vez un reporte de prensa y una visión apocalíptica”.
En este universo de sombras, la técnica se
vuelve un arma. La obra es una amalgama de los dos grandes estilos que
definieron la carrera del pintor malagueño. El cubismo descompone los cuerpos
en una sinfonía de planos geométricos, reflejando el desmembramiento físico y
la dislocación psicológica del bombardeo. Los rostros se tuercen en ángulos
imposibles, los ojos se deslizan a los costados, las bocas se abren en lamentos
ahogados. La fragmentación de la forma es una metáfora de la fragmentación de
la vida, de una realidad que ha sido hecha pedazos.
El surrealismo, por otro lado, le da a la obra su atmósfera de pesadilla. Las figuras no están ancladas en la lógica, sino que flotan en un espacio ambiguo y distorsionado, como en un sueño febril. La bombilla-ojo, el caballo agonizante, los cuerpos que se retuercen; todos habitan un mundo onírico donde la ley de la gravedad ha sido suspendida. Como explica Rudolf Arnheim en El Guernica de Picasso: génesis de una obra maestra, la obra “no representa la realidad, sino la percepción del horror, la experiencia psicológica de la destrucción”. El cuadro no te permite simplemente mirar, te arrastra a su caos y te obliga a sentir. Es una experiencia física, un zumbido en el estómago y un escalofrío en la nuca.
El bestiario de la agonía: un poema de símbolos
El Guernica es una constelación de
metáforas. Picasso se negó a dar un manual de instrucciones para su
interpretación, y en esa negativa residió su genio. La ambigüedad de los
símbolos permite que la obra trascienda su contexto y se convierta en un espejo
de todas las guerras.
La figura más enigmática, y la primera que
el espectador encuentra al observar el Guernica, es el toro,
símbolo de la fuerza, la virilidad y la identidad nacional en la cultura
española. Sin embargo, en el lienzo, su aparente pasividad lo convierte en un
testigo mudo, casi bovino. ¿Es el símbolo de la brutalidad que ha provocado la
tragedia? ¿O es una representación de la España que resiste, que observa con
una paciencia milenaria la barbarie? En su quietud, el toro contiene una
dualidad que encierra la propia naturaleza de la nación.
En el centro de la composición, un caballo
herido lanza un grito. Su cuerpo está atravesado por un puñal o una lanza,
y su cabeza, puntiaguda, se asemeja a una daga. Es la figura central del
sufrimiento. El caballo, una figura omnipresente en la iconografía picassiana,
es aquí el animal que sufre y que agoniza. Es la encarnación del pueblo
español, de las víctimas inocentes. Su tormento es el corazón palpitante de la
obra, el epicentro del caos. Su boca abierta, con una lengua de cuchillo, es el
grito que el cuadro emite.
El dolor en el Guernica es visceral,
pero encuentra su máxima expresión en las figuras femeninas. La madre
con su hijo muerto en brazos es una Piedad moderna, una versión laica del
dolor bíblico que evoca a la Virgen María lamentando la muerte de Jesús. Michael
C. FitzGerald, en Making Modernism, resalta que esta figura es una
Piedad laica, un “símbolo del sufrimiento universal de la maternidad ante la
pérdida”. La tragedia no es divina, sino terrenal. La mujer que se asoma por la
ventana con la lámpara se ha interpretado de muchas maneras: es la testigo que
nos observa, la alegoría de la verdad que ilumina el horror o el símbolo del voyerismo
del mundo que miraba el conflicto a la distancia. Y la mujer que levanta los
brazos al cielo en medio de las llamas, es el lamento, el ruego, la impotencia
absoluta de la víctima.
En lo alto de la escena, una bombilla con
forma de ojo vigila la masacre. Es una intrusión de la modernidad en la
tragedia. Algunos la interpretan como un ojo divino que juzga. Otros, como un
símbolo de la tecnología que se ha convertido en una herramienta de
destrucción. También se ha sugerido que es un ojo que, como una cámara, ilumina
el horror para que no sea olvidado.
En la parte inferior de la obra, un guerrero yace en el suelo, desmembrado y con una espada rota. Es el símbolo de la derrota y la impotencia. Sin embargo, del puño del guerrero o de la espada rota, brota una pequeña flor. Es el único indicio de vida en la obra, una esperanza frágil y obstinada. Es la resistencia de la vida ante la ruina, un recordatorio de que, incluso en el mayor de los desastres, la vida encuentra un camino.
La peregrinación del Guernica: un legado sin
fin
Cuando se expuso por primera vez, el
Guernica fue una incomodidad, un fracaso para quienes buscaban certezas y una
victoria para quienes entendieron que las mejores preguntas no tienen
respuesta. No era un panfleto político fácil de digerir. La obra, sin embargo,
inició una peregrinación. Fue enviada a una gira mundial, actuando como
embajador de la República Española, recaudando fondos para los refugiados y
llevando el testimonio del horror por el mundo. El lienzo se convirtió en un
icono antifascista, un tótem de la resistencia. Se instaló en el MoMA de
Nueva York, donde permaneció durante más de cuatro décadas, como un
exiliado, una obra que se negaba a volver a un país sin libertad.
Como narra Rosario Pérez-Barreiro,
conservadora del Museo Reina Sofía, en El Guernica de Picasso: de Nueva
York a Madrid, "El Guernica se convirtió en el gran embajador de
un pueblo sin voz, un grito silencioso que viajó por el mundo para denunciar la
barbarie del fascismo".
Su regreso a España en 1981, tras la muerte de Francisco Franco y el restablecimiento de la democracia, fue un evento de gran carga emocional. El lienzo, que había prometido Picasso no devolver a su patria hasta que la libertad fuera restaurada, regresó para convertirse en un símbolo de la reconciliación y la memoria. Se instaló en el Museo Reina Sofía de Madrid, donde hoy se encuentra, no como una obra de arte, sino como un monumento a la conciencia.
El Guernica nos obliga a detenernos
en una realidad donde la tragedia se consume con la misma velocidad que un café
para llevar. Es un antídoto contra la anestesia mediática, un freno de mano que
nos impide seguir de largo. Nos demuestra que el arte, en sus mejores momentos,
no consuela, sino que despierta. Su vida, en realidad, es un largo proceso de
interpretación, de relectura, de adaptación. Es un fantasma que ha viajado
desde 1937 y ha encontrado su patria en la mirada de cada uno de nosotros, los
testigos de un horror que aun permanece, a pesar de los años. Es, en esencia,
un espejo de la condición humana, una obra artística que nos recuerda que las
peores tragedias son, al mismo tiempo, las más universales.