La obra “Dreamers”
no es solo una pintura; es un punto de fuga para el tiempo y un mapa para las
ansiedades de una época. La obra nos obliga a confrontar una realidad cruda,
pero sin renunciar a la belleza de la resiliencia humana. La autora de esta
pieza nos arrastra a un espacio de quietud tensa, un umbral donde el arte deja
de ser una coartada para la melancolía y se transforma en un grito de guerra
disfrazado de susurro. Es un lienzo que, en su silencio, grita más fuerte que
cualquier manifiesto, recordándonos que detrás de cada estadística de migración
hay una vida, un rostro y un sueño.
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Dreamers. óleo sobre tela. 2020. Rosy Cortez |
La
autora, Rosy Cortez, pintora mexicoamericana residente de Riverside,
California, centra su trabajo artístico en la pintura al óleo y el muralismo,
con un fuerte compromiso hacia la comunidad local, donde impulsa proyectos que
integran el arte y la comunidad. Su obra “Dreamers” realizada en 2022, es un
óleo de 40 x 30 pulgadas que se despliega como un diorama de la memoria y la
anticipación. La textura de la obra es casi palpable, con trazos visiblemente
densos que nos sugieren una superficie rugosa, casi geológica, donde cada
pincelada ha dejado una cicatriz o una caricia. Es una pintura que se siente
con los ojos, una experiencia háptica donde podemos casi palpar el relieve de
la tela, las arrugas en la piel de los personajes, el pliegue de sus ropas.
La paleta
de color es una paradoja visual. La parte superior, un cielo de fin de día, se
deshace en una sinfonía de anaranjados y amarillos quemados. Se siente la
quemazón de la luz, el calor residual de un sol que se rinde, que se desvanece.
En contraste, la parte inferior, donde los cuerpos habitan, se ahoga en un azul
que tiene la frialdad de la noche que se anuncia. Es un azul que es más que un
color: es un estado anímico, una inmersión en la melancolía y la resistencia.
Sin embargo, en medio de esta dualidad, Cortez esparce destellos de vida: un
fulgor esmeralda en el rostro de la niña, un relámpago de amarillo en las
rodillas del niño dormido. Estos “verbos cromáticos” rompen la monotonía y
sugieren una vida subterránea que resiste bajo la escarcha.
La
composición es un acto de gravitación. La figura de la mujer en el centro es un
pilar inamovible, una matriz protectora. Su cuerpo ligeramente inclinado hacia
adelante y los brazos que sostienen al niño forman una “Piedad moderna” que evoca
un encuadre sagrado. Los dos niños a su lado son extensiones de su propia
anatomía psíquica: el que duerme holgadamente, la esperanza en hibernación; la
que se encuentra en estado de vigilia, la conciencia que se resiste a cerrar
los ojos. A los pies de esta triada, en un primer plano que nos acerca al
espacio íntimo de su travesía, florece un jardín. No es un jardín edénico, sino
un campo de flores rojas, violetas y amarillas que crecen en un espacio
inverosímil. Una mariposa anaranjada, solitaria y frágil, se posa sobre una
flor azul. Este jardín es una metáfora de la vida que insiste, que se abre paso
entre las grietas de la realidad más dura, un canto de resistencia que se niega
a marchitarse.
“Dreamers”
documenta la batalla silenciosa librada entre la esperanza y la precariedad; es
una respuesta directa a las políticas antiinmigrantes estadounidenses, un eco
de los muros que se levantan y abandonan a miles en el limbo. La intención de
la obra es tan clara como un mapa trazado con dolor y convicción: no busca la
libre interpretación, sino la empatía, la confrontación de una realidad que
muchos prefieren ignorar. Su pincel no es una pluma que divaga, sino un bisturí
que disecciona la condición humana de los “dreamers”, que crecieron en una
tierra que no es la suya de origen, pero sí la de sus sueños. Es un acto de
humanización, una invitación a ver más allá de las cifras y las retóricas
políticas, a reconocer el rostro detrás del concepto.
La obra
se inscribe en un momento histórico en el que los sueños, la movilidad y la
seguridad son mercancías devaluadas. El “sueño” mismo es una metáfora
polisémica: el sueño americano, el sueño de la seguridad, el sueño de la
pertenencia. Pero también, el sueño como el acto de soñar, de evadirse, de
construir realidades paralelas cuando la tangible se vuelve insoportable. Los “dreamers”
son, en esencia, arquitectos del aire, construyendo castillos de esperanza con
materiales tan etéreos como la promesa de un futuro mejor.
La obra
nos propone una reflexión sobre la ausencia. La ausencia del hogar, de una
tierra firme, de la certeza. Las figuras están presentes, pero en un estado de
suspensión, en el no-lugar del tránsito. Se mueven, pero están estáticas. Este
es un punto de anclaje para una reflexión existencial: ¿Qué es el ser cuando su
contexto ha sido arrancado? Es un ser que se define por lo que le falta, por lo
que ha dejado atrás. Y en ese vacío, florece un jardín.
El
contraste entre el interior y el exterior, entre el calor del atardecer y el
frío del interior, es un reflejo de la tensión entre el mundo de las promesas y
la realidad de los hechos. El sol ardiente que se asoma por la ventana es el “sueño
americano”, una promesa que se desvanece en el horizonte. El frío azul del
interior es la realidad de la espera y la incertidumbre. La obra es un mapa de
esta tensión, un campo de batalla silencioso donde los colores luchan por
imponer su verdad.
La obra
dialoga con la literatura de la migración, desde los relatos de John Steinbeck
en “Las uvas de la ira” hasta la poesía fronteriza de Gloria Anzaldúa, donde el
cuerpo mismo se convierte en una geografía de cruces y resistencias. También
resuena con la filosofía existencialista, esa búsqueda de sentido en un mundo
que a menudo parece absurdo, donde la identidad se construye en el tránsito y
la pertenencia es una quimera. “Dreamers” es un recordatorio de que la vida,
como el arte, es un viaje constante de redefinición.
La mirada
de la mujer en el centro, a la vez vacía y llena, es un umbral. Nos confronta
con la densidad de un silencio que se ha vuelto una especie de atmósfera. Es el
punto de fuga no del espacio, sino del tiempo. Antes, después, ahora. Su
rostro, más máscara que semblante, nos presenta un enigma ontológico. Es la
esencia de un ser en tránsito, un ser que flota, no en el espacio físico, sino
en una suspensión de la esperanza.
Al posar
la mirada sobre “Dreamers”, una sensación de quietud tensa nos asalta, como el
silencio que precede a una tormenta o el aliento contenido de quien espera un
veredicto. La luz, difusa y casi etérea, baña las figuras, dándoles una
cualidad onírica. Parecen suspendidas entre dos mundos, el de la vigilia y el
del anhelo. Los colores, aunque cálidos en su base, se entrelazan con tonos
fríos, sugiriendo una dualidad inherente: la calidez de la esperanza contra el
frío de la incertidumbre.
En el
corazón de esta obra late la psique de una generación, la de aquellos que han
sido etiquetados, definidos por su condición migratoria, pero que se niegan a
ser reducidos a una categoría. Es la resiliencia de quienes, a pesar de las
adversidades, siguen aferrándose a la posibilidad de un futuro. La obra no es
solo un reflejo de la política, sino también de la psicología colectiva de una
comunidad que, lejos de rendirse, encuentra en el arte una voz, un refugio y
una trinchera.
La obra invita
a ser observada desde un lugar de intimidad y extrañamiento. La mirada de la
madre nos confronta directamente, obligándonos a participar en su quietud. No
somos meros espectadores, sino cómplices del silencio. La pintura no es una
ventana a otro mundo, sino un espejo que nos devuelve una imagen de nuestra
propia capacidad de empatía, o de nuestra falta de ella.
“Dreamers”
nos deja con la perplejidad de un sueño que se niega a morir, incluso cuando
las fronteras se cierran y las políticas se endurecen. Es la eterna paradoja
del arte: una imagen estática que provoca un movimiento sísmico en nuestra
percepción. La obra, con su quietud, es un grito. Con su belleza, es una
denuncia. Con su silencio, es una declaración. Nos deja con una pregunta que
persiste: ¿Qué queda del sueño cuando el sol se ha puesto? Y la única respuesta
posible es la imagen de un jardín que florece en el lugar menos esperado, un
jardín que nos recuerda que la vida, en su incesante fluir, siempre encuentra
un camino para manifestarse. El arte, entonces, no es solo la narración de la
historia, sino un fragmento de esa historia, un eco que se niega a callar.