Geometrías del delirio y la estética de la batalla en la obra de Arnaldo Coen

 

La guerra no es un acto, sino un espejo. Un espejo roto, múltiple, donde cada fragmento refleja un horror distinto, una épica marchita, un eco de lo que alguna vez fue la carne, el gesto, la voluntad. Así lo asume Arnaldo Coen en su obra "La ronda anular".


La ronda anular
. óleo sobre tela. 1970


Coen (Ciudad de México, 1940), maestro de la dislocación estética, forma parte de la Generación de la Ruptura, grupo que enfrentó los dogmas del muralismo mexicano y abrió caminos hacia lenguajes más íntimos, cosmopolitas y conceptuales como premisa para esta obra en la que se despliega una estrategia visual que conjuga el expresionismo fantástico con una mirada crítica hacia las grandes narrativas, ya sean históricas, políticas o artísticas.

Esta pintura —compleja, abigarrada, profundamente teatral— es testimonio de esa ruptura y, a la vez, de una fidelidad: la fidelidad al arte como interrogación constante de la realidad y sus ficciones. Aquí, la batalla no es una narración lineal, sino un campo de tensiones simbólicas donde se enfrentan lo orgánico y lo abstracto, lo humano y lo monstruoso, lo épico y lo absurdo.

A primera vista, la pintura recuerda a las grandes batallas del Renacimiento o del barroco: Paolo Uccello, con sus soldados que parecen piezas de ajedrez; Leonardo da Vinci, con sus caballos entrelazados en furia; incluso Rubens, con sus cuerpos titánicos en lucha. Pero Coen subvierte estas influencias. Donde aquellos maestros buscaban una glorificación del conflicto o una alegoría moral, Coen propone un delirio de cuerpos esféricos, torsos amputados por geometrías puras, caballos que parecen híbridos entre bestias mitológicas y artefactos industriales.

El dinamismo de la composición se da por la sobreposición de lanzas multicolores que atraviesan la escena como haces de luz congelados en el tiempo. Son más que armas: son vectores de sentido, líneas de fuga, tensores narrativos que nos impiden una lectura unívoca. No hay centro ni jerarquía en esta imagen; todo es simultáneo, inminente, violento y quieto a la vez. Es como si el tiempo hubiese sido suspendido en el instante exacto en que la historia, esa gran maquinaria del poder, se fractura.

Coen no pinta una batalla. Pinta la idea de la batalla. La representación, aquí, no es mimética sino metalingüística: el artista no nos dice “así fue”, sino “así se construye”. Por ello, los cuerpos están intervenidos por formas geométricas: esferas que sustituyen torsos, cubos que incrustan la carne, planos inclinados que interrumpen la lógica anatómica. Esta intervención plástica funciona como un comentario crítico sobre el acto mismo de representar: ¿cómo hablar de la violencia sin replicarla? ¿Cómo pintar el cuerpo sin cosificarlo?

En este sentido, la obra se inscribe en una genealogía filosófica que podríamos rastrear en los postulados de Jean Baudrillard sobre la simulación, o en las preguntas éticas de Georges Bataille sobre el erotismo y el sacrificio. El cuerpo, en Coen, es siempre doble: superficie de goce y campo de batalla, volumen sensible y signo abstracto, sujeto y objeto. Su desmembramiento no es sólo formal, sino semántico: la identidad se difumina, el héroe desaparece, la historia se convierte en una fábula sin moraleja.

La obra no remite a una batalla específica, pero evoca múltiples referencias. Hay reminiscencias de las conquistas coloniales, de las guerras clásicas, de las pugnas medievales y de los conflictos modernos. Al no inscribirse en un tiempo definido, la pintura se transforma en una alegoría transhistórica del poder y su perpetua necesidad de escenificar la destrucción.

Podríamos leer esta imagen como una crítica implícita al relato nacionalista que dominó el arte mexicano durante décadas. La pintura mural, con su afán pedagógico y su épica colectiva, fue desplazada por artistas como Coen, quienes prefirieron hablar desde lo fragmentario, lo ambiguo, lo poético. Esta batalla no educa, no enaltece, no consuela: incomoda, fascina, perturba.

No es casual que Coen haya trabajado en ambientaciones, escenografías y vestuarios. Su pintura tiene algo de mise-en-scène: cada figura parece estar representando un papel, aunque no sepamos cuál. Hay una teatralidad implícita en las poses exageradas, en los escorzos imposibles, en la dramaturgia cromática. Pero esta teatralidad no es artificial: es el corazón de lo real entendido como representación continua, como espectáculo perpetuo.

La obra nos recuerda al “teatro de la crueldad” de Antonin Artaud, donde el cuerpo es lenguaje y el sufrimiento, significante. También evoca a Foucault, quien en su análisis de las estructuras del poder revelaba que el cuerpo social siempre está atravesado por dispositivos de control y disciplinamiento. En La ronda anular, el cuerpo ya no es campo de representación sino campo de operaciones: materia manipulable, territorio simbólico, superficie donde se inscribe la historia con lanzas, con geometrías, con gritos congelados.

A pesar de su violencia, la pintura es hermosa. Sus colores son intensos, casi festivos. La disposición de los elementos obedece a una lógica armónica. Las texturas son trabajadas con minuciosidad. Esta belleza, sin embargo, no es complaciente. Es una belleza que hiere, que incomoda, que interroga. Es la belleza de lo terrible, la seducción de lo incomprensible, la fascinación del abismo.

Y en esa tensión entre forma y contenido, entre armonía y violencia, entre historia y metáfora, reside la potencia crítica del arte de Coen. No se trata de pintar lo que fue, ni siquiera lo que es, sino de abrir una grieta en el lenguaje visual para que lo imposible —lo que aún no puede decirse— comience a insinuarse.

En tiempos de saturación visual y discursos unívocos, la pintura de Arnaldo Coen nos recuerda que la pintura puede seguir siendo un campo de batalla simbólica. En su obra, la dislocación no es un efecto estilístico, sino un acto ético: romper la forma para liberar el sentido.

Como un Heráclito de la materia pictórica, Coen nos enseña que todo fluye, que todo cambia, que la única constante es la ruptura. Y en esa ruptura, tal vez, reside la posibilidad de una mirada más lúcida, más libre, más humana.

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