Hay
pinturas que no se miran: se habitan. Reflejo de cazadores no exige a los ojos, los seduce. Como los
sueños que regresan con voz de infancia o las palabras no dichas que flotan
bajo la lengua, esta obra no se impone: se desliza, se insinúa. No se trata de
verla, sino de dejarse ver por ella, como si el lienzo fuera un espejo antiguo,
de esos que devuelven más de lo que muestran.
Reflejo de cazadores. Óleo sobre lienzo, 2010. |
Belmontes, ese tejedor de signos y escenógrafo de los sentidos, compone aquí una partitura visual en la que cada trazo es nota, cada figura, un acorde disonante que resuena en la carne de quien contempla. Su formación como escenógrafo se adivina en la disposición casi teatral de los elementos: no hay jerarquías rígidas, sino actos simultáneos, planos en pugna y coreografías simbólicas que giran como constelaciones dentro de la mirada. La pintura no se limita a representar; actúa. Es un teatro de lo invisible.
En el
centro de este escenario líquido, un barco de papel periódico se despliega como
arca simbólica. Hecho de palabras, flotando sobre un mar que más que agua
parece pensamiento, este barco es infancia, política, ironía y memoria. Es
frágil y eterno, como el lenguaje. Contiene, como un secreto ruso, otros
barcos: ideas encapsuladas, sueños dentro de sueños, geografías que no caben en
los mapas; navega en un mar punteado de azules y blancos, que no es mar: es un
estado mental. Una región del alma donde los símbolos flotan como peces
eléctricos, donde cada ola es un palimpsesto. Aquí, el color no imita la
realidad: la reinventa. Las pinceladas son escritura automática, al estilo de
los miniaturistas persas o los iluminadores góticos, donde cada fragmento
contiene un mundo. El cielo, con su pincelada meticulosa, no se alza sobre el
mar: lo prolonga. Es un umbral, una piel que vibra.
A la
izquierda, el sol verde-amarillo –ese sol extraviado, mestizo de astros– no
alumbra, pregunta. Se funde con un trazo horizontal que une mar y cielo,
vigilia y sueño. Y en lo alto, los querubines desnudos –cazadores del alma–
extienden una red hacia una mariposa fugitiva. ¿Es este un eco de la psique
griega, del alma que revolotea en el umbral del mundo? ¿O simplemente un juego
de niños suspendido en la eternidad del arte?
El
segundo plano, más oscuro, casi nocturno, abraza la escena como un eco. No es
fondo, es abismo. Allí, en la penumbra líquida, flotan siete círculos verdes,
cada uno habitado por un pez, cada pez cabalgado por una figura humana en rosa
salmón. Son jinetes marinos de un tarot apócrifo, de un bestiario de sueños.
Parecen venidos de una visión medieval o de un delirio de Chagall. Y, sin
embargo, están aquí, en este presente diluido. ¿Qué cazan estos jinetes? ¿Qué
reflejo persiguen en las aguas simbólicas del cuadro?
Armando Belmontes Ruiz fue uno de los artistas plásticos mexicanos más destacados de su generación, gracias a la originalidad de su obra. Nacido en Zacatecas (23 de Agosto de 1960) se formó en la pintura en la ciudad de San Luis Potosí, ciudad donde desarrolló una trayectoria de más de tres décadas, como pintor, grabador, escultor, docente de artes plásticas, escenógrafo y museógrafo; en esta misma ciudad falleció el 2 de junio de 2013.
En su obra, como Bosch o Remedios Varo, Belmontes creó un universo donde todo signo es inestable y los símbolos flotan en una marea semiótica que ya no promete certezas. No hay dogma en su pintura, sino duda luminosa. Y es en esa duda donde se aloja la posibilidad del arte: no en afirmar, sino en evocar.
En Reflejo
de cazadores, la identidad se vuelve fluida. Los jinetes que cabalgan peces
no son sujetos definidos, sino reflejos de un yo que se disuelve. Son
fragmentos del artista, multiplicidades de un ser que nunca se entrega por
completo. El lienzo es entonces una superficie de refracción, donde las formas
cazan a quien las contempla. Porque mirar esta obra es ser atrapado: por el
símbolo, por la belleza, por la sospecha de que lo que vemos no está afuera,
sino dentro.
No es
casual que el barco sea de papel periódico. Las palabras que lo componen han
sido arrancadas a su función habitual, descontextualizadas, vueltas textura.
Pero también son memoria. El arte, parece decirnos Belmontes, es el lugar donde
las palabras rotas encuentran otra forma de flotar. Una forma de decir lo que
no puede decirse.
Este
cuadro no ofrece respuestas. Ofrece reflejos. No narra un mito cerrado, sino
que propone un tejido abierto de signos que invitan a la deriva, como en un
cuento de Borges donde todo es símbolo que remite a otra cosa, y esa otra
cosa remite de nuevo al espectador. Uno no sabe si está frente a una pintura o
dentro de ella.
Tal vez
por eso, al final, lo que queda no es la imagen, sino la experiencia del mirar.
Reflejo de cazadores es una pieza que no busca ser entendida, sino interpretada. Como el agua
que esculpe la piedra sin tocarla, esta obra transforma al que la observa. No
con estridencia, sino con una marea silenciosa. Su verdadero coto de caza no
son los ojos, sino la conciencia.
Y acaso
esa sea la gran lección de Belmontes: que todo arte es un espejo y una trampa.
Una red lanzada a lo invisible para pescar significados que sólo existen cuando
alguien los mira. Porque mirar –mirar de verdad– es un acto de entrega. Es
dejar que la imagen nos hable en su idioma mineral, antiguo como el agua,
íntimo como el recuerdo.
Así,
entre pinceladas y silencios, comprendemos que no miramos una pintura. Nos
miramos a través de ella. Como cazadores de lo inasible.