Gunther Gerzso y las ruinas del futuro

 

Al observar la obra pictórica de Gunther Gerzso, no se puede evitar pensar en un arqueólogo con insomnio. Alguien que, en las horas muertas de la noche, se dedica a desenterrar, no restos de ciudades perdidas, sino los fragmentos de su propia psique. Esas formas geométricas, esos colores terrosos y metálicos, parecen el plano de un sueño inmemorial, el croquis de una memoria que no pertenece al pintor, sino de la tierra misma. Gerzso, el orfebre de la incertidumbre, nos entrega en La Ciudad Perdida no una vista panorámica, sino una radiografía del alma.

LA CIUDAD PERDIDA. Gunther Gerzso. 1948.
Óleo sobre tabla de madera, 1024 x 799 cm


Lo que sorprende de inmediato no es la imagen, sino su rumor silencioso. Un zumbido ancestral que parece emanar de la tabla, como si cada pincelada de óleo sobre la madera fuera un eco de piedra pulida. Es un silencio con textura, un silencio que raspa la mirada y nos pide, con urgencia, que agucemos el oído para escuchar la historia que se niega a ser contada en voz alta. Nos enfrentamos a una obra que no grita, sino que susurra secretos que se han mantenido a salvo del sol y del olvido, en la oscuridad del subsuelo.

Cuando nos asomamos a “La Ciudad Perdida”, no vemos una ciudad, sino la idea de una. Sus formas angulosas y sus planos superpuestos sugieren estructuras, pero estas no tienen puertas ni ventanas, ni la promesa de una vida que se desarrollaba en su interior. Son, en cambio, la osamenta de una urbe, la evidencia de una existencia que ya no es. Gerzso, el escenógrafo que fue, construye aquí un decorado para un drama que ya ha terminado, un teatro de sombras donde la ausencia es el personaje principal.

La paleta cromática, sobria y terrenal, refuerza esta sensación de antigüedad y desolación. Los breves toques de verde profundo y azules oscuro no son los de un paraíso tropical, sino los de la humedad que se filtra en las cavidades de la tierra. Son los colores del musgo sobre la piedra, del liquen que coloniza los muros de un tiempo que ya no nos pertenece. Es una paleta que huele a pasado, a polvo sagrado y a la melancolía que impregna los paisajes olvidados.

El verdadero enigma de Gerzso no es su técnica, que es impecable, sino su intención. ¿Quería acaso retratar las ruinas precolombinas, o se sirvió de ellas como un pretexto para hablar de algo más? A decir verdad, el pintor parece haber encontrado en las pirámides y estelas mayas una metáfora perfecta para su propia existencia, marcada por la pérdida y la búsqueda de una identidad. En sus lienzos, la arqueología no es una ciencia, sino una forma de terapia, un método para desenterrar los fantasmas de un pasado personal que se superpone al pasado colectivo.

La obra es, en el fondo, una reflexión sobre la condición humana, esa paradoja de ser al mismo tiempo efímeros y eternos. Efímeros como el hombre que construye el templo; eternos como la piedra que resiste a la intemperie. Y en el intermedio, en ese tiempo de espera, de ruina y de reconstrucción, el arte nos tiende un puente entre las dos eternidades. ¿Es este el "realismo psicológico" al que Gerzso se refería? Es muy probable que así sea: la obra no representa el mundo, sino el modo en que el mundo se resquebraja dentro del artista.

La Ruptura en la que militó Gerzso no fue solo un quiebre formal con el muralismo, esa épica de la pared. Fue, sobre todo, una ruptura emocional. Mientras Orozco, Rivera y Siqueiros narraban la historia de la nación en sus muros, Gerzso se concentró en la historia íntima del individuo. Su gesto fue el de un náufrago que, en lugar de pintar una bandera de auxilio, se dedica a trazar en la arena las coordenadas de su propia soledad, sabiendo que nadie vendrá a rescatarlo.

Gerzso fue, en este sentido, un cronista de la disolución. Sus cuadros son como un álbum de fotografías borrosas, donde los rostros han sido reemplazados por figuras abstractas, pero la emoción perdura. Nos confronta con la idea de que la memoria, la verdadera, no se almacena en retratos nítidos, sino en sensaciones fragmentadas, en destellos de color y en la geometría de los espacios que habitamos en sueños.

La recepción de la obra de Gerzso ha sido, en gran medida, la de un diálogo a tres bandas. Los críticos han desmenuzado su influencia surrealista y su transición a la abstracción geométrica. Los historiadores del arte han rastreado en sus formas el eco de las civilizaciones prehispánicas. Pero hay una tercera voz, la del público, que se ha sentido interpelado de un modo distinto. El espectador común, sin el bagaje de la academia, se enfrenta a La Ciudad Perdida y, en lugar de descifrarla, la siente.

La obra exige un contrato tácito con el espectador. Nos pide que suspendamos la incredulidad, que dejemos de buscar lo que es reconocible y nos entreguemos a lo que es evocador. El lienzo nos interpela y nos pregunta: “¿qué ruinas llevas tú por dentro?” Y no se trata de una pregunta retórica, sino de una invitación a una introspección, a un viaje al propio subsuelo de la memoria personal, para desenterrar lo que creíamos haber olvidado.

En este punto, la digresión es inevitable. Pienso en el escritor W. G. Sebald, quien en sus novelas nos paseaba por ruinas físicas e históricas para hablar de las ruinas de la conciencia. Sebald fotografiaba las cenizas del pasado para que nos diéramos cuenta de que las llevábamos dentro. Gerzso, en un gesto similar, nos muestra las ruinas de piedra para que vislumbremos los escombros de nuestro propio yo. Nos revela que la destrucción no es solo un proceso histórico, sino un estado del alma.

Y en este estado de cosas, ¿dónde queda el artista? Gerzso se erige como un personaje, el arquitecto fantasma de una ciudad que no existe. Un orfebre que trabaja con la nada. En su obra se vislumbra una autobiografía velada, una historia de pérdidas y exilios que se sublima en formas y colores. El artista es, en este sentido, un médium, alguien que traduce el lenguaje de lo perdido al idioma universal de la geometría.

Este es, quizás, el verdadero giro en la obra de Gerzso. No es un pintor que invente mundos, sino uno que los desentierra. Su arte es un acto de arqueología, una búsqueda en el fango de la memoria para encontrar los huesos de algo que una vez fue glorioso. Pero no hay en su gesto ni un gramo de nostalgia barata, sino una melancolía que es al mismo tiempo lúcida y serena, la misma que nos asalta cuando nos damos cuenta de que el pasado no se ha ido, sino que simplemente se ha disuelto dentro de nosotros.

Las ruinas de Gerzso no son un recordatorio de la muerte, sino un presagio de la resurrección. Cada plano geométrico es una pieza de un rompecabezas que no tiene solución, pero que, en su complejidad, nos revela la posibilidad de un nuevo orden. Sus ciudades perdidas son, en realidad, los planos de un futuro incierto, un futuro que, como las ruinas, se construirá sobre los escombros de lo que ya no está. Un futuro que, como el arte, es un acto de fe.

El arte de Gerzso es una invitación a la paciencia. Nos enseña a mirar con la quietud de un cazador de fósiles. No nos entrega una imagen para que la entendamos de un solo vistazo, sino para que la habite la mirada. Sus cuadros son una superposición de capas de sentido que solo se desvelan con el tiempo, con el roce constante de la contemplación.

En última instancia, el arte de Gerzso se siente como la música de un instrumento que ha sido olvidado, pero cuyas cuerdas aún vibran con la memoria del sonido. Es una melodía de formas y colores que nos recuerda que, incluso en la ausencia, la belleza puede ser la más poderosa de las presencias. Y que, en el laberinto de la condición humana, las ruinas de la ciudad perdida siempre serán un refugio para la mente que no teme extraviarse.

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