En el linde donde el cuerpo se disuelve en signo y el deseo se viste de seda y espinas, emerge "El Sueño" de Fabián Cháirez. Nos encontramos ante un óleo sobre tela que no es mera representación, sino invocación: un espacio pictórico donde la carne se hace verbo y el silencio de la noche estrellada se puebla de susurros ancestrales y latidos contemporáneos. La obra, concebida en 2013, invita a una contemplación que trasciende la epidermis de lo visible para adentrarnos en un diálogo profundo sobre la identidad, la vulnerabilidad y la subversión de las narrativas hegemónicas que han modelado nuestra percepción de la masculinidad. Un lienzo que respira, que pulsa con una vida propia, desafiando al espectador a abandonar sus prejuicios y a sumergirse en la poética de un cuerpo disidente que reclama su lugar en el imaginario colectivo.
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El sueño. Fabián Cháirez, 2013. Óleo sobre lienzo. 120 x 180 cm. |
La
composición de "El Sueño" se articula en torno a una figura
masculina, joven, de piel castaña y anatomía estilizada, yacente sobre un lecho
de tela rosa vibrante, casi fosforescente. Esta tela, con pliegues voluptuosos
y un brillo satinado que parece capturar y reflejar una luz interior, se erige
en personaje, un mar de seda lujuriosa que acoge y, a la vez, expone el cuerpo.
Sus dobleces, trabajados con maestría que evoca la tradición clásica, crean un
ritmo visual ondulante, una marea de fucsia y carmesí que parece mecer al
durmiente. Deslizamos la mirada sobre su superficie y casi podemos sentir la
suavidad fría y resbaladiza del tejido, su peso ligero y su caída elegante,
adornada con sutiles motivos florales en tonos dorados que brillan como constelaciones
secretas, un detalle que habla de un lujo íntimo, casi clandestino.
El cuerpo
del durmiente, eje central de la obra, se presenta en una pose de abandono y
entrega. Su brazo izquierdo se extiende por encima de su cabeza, mientras el
derecho reposa por encima y detrás de su cuerpo, una postura que combina la languidez de las
odaliscas decimonónicas con una tensión contenida. La piel, de un tono
bronceado cálido, es modelada con delicadeza, resaltando la musculatura magra,
los huesos sutilmente marcados de las costillas y la clavícula, y revelando una
vulnerabilidad palpable. No es el cuerpo heroico y musculoso de la tradición,
sino una corporalidad más andrógina, más cercana a la efigie efèbica del
simbolismo. Las rosas, de un rosa pálido y carnoso, se esparcen
estratégicamente sobre el cuerpo y el lecho; sus pétalos aterciopelados ofrecen
un contraste táctil y visual con la piel tersa y el satén brillante, y añaden
una capa de ternura y erotismo sutil.
El
entorno que enmarca esta escena onírica es igualmente significativo. A ambos
lados del lecho, emergen cactus de nopal, cuyas pencas verdes y espinas doradas
introducen un elemento de aspereza punzante, un contrapunto a la suavidad
predominante. Estos cactus, tan emblemáticos del paisaje mexicano, anclan la
obra en una geografía cultural específica, pero también simbolizan la
resiliencia, la capacidad de florecer en la adversidad. Tras el lecho, el cielo
nocturno se expande, un azul profundo salpicado de estrellas que titilan como
diminutos diamantes. Dos colibríes blancos, uno en pleno vuelo cerca de la
cabeza del durmiente y otro más pequeño sobre la tela, añaden un toque de
ligereza y magia, seres etéreos asociados en la cosmovisión prehispánica con mensajeros
divinos y guerreros renacidos. La luz, difusa y enigmática, parece emanar tanto
del cielo como de la propia escena, bañando al durmiente en un fulgor casi
místico.
La obra
de Cháirez se nutre de un diálogo constante con la historia del arte, pero lo
hace para subvertir sus cánones. La pose del desnudo recostado remite
inevitablemente a las Venus de Tiziano o Giorgione, a la Olympia de Manet, o a
las Majas de Goya. Sin embargo, Cháirez desplaza el arquetipo femenino hacia un
cuerpo masculino que, además, desafía las representaciones convencionales de la
virilidad. Esta inversión no es meramente formal, sino profundamente política.
Como sugiere Jacques Rancière en El reparto de lo sensible, el arte puede
reconfigurar lo visible y lo decible, alterar las jerarquías perceptivas que
determinan quién tiene derecho a ser visto y cómo. Cháirez, al dignificar y
estetizar un cuerpo masculino no hegemónico, vulnerable y deseante, opera
precisamente esa redistribución de lo sensible, abriendo un espacio para nuevas
formas de ser y de mirar.
Desde la
perspectiva de Merleau-Ponty, el cuerpo no es un mero objeto en el mundo, sino
nuestro punto de anclaje, el vehículo de nuestro ser-en-el-mundo. En El ojo y
el espíritu, el filósofo francés reflexiona sobre cómo la pintura nos devuelve
a la «carne del mundo». "El Sueño" de Cháirez nos sumerge en esa
carnalidad, no solo a través de la representación del cuerpo, sino mediante la
textura palpable de la tela, la agudeza implícita de las espinas, la vastedad
del cielo. La obra interpela desde una experiencia encarnada e invita a sentir
el peso del cuerpo dormido, la tersura de los pétalos, el aliento cósmico de la
noche. La mirada del espectador se convierte en un tacto, una exploración
sensorial que activa nuestra propia conciencia corporal.
La
elección del título, "El Sueño", nos conduce al territorio del
inconsciente, de lo onírico, un espacio donde las fronteras se difuminan y
emergen los deseos reprimidos. En este sentido, la obra podría interpretarse
desde una perspectiva que coquetea con el psicoanálisis, donde el sueño es la
vía regia hacia el conocimiento de nuestros anhelos más profundos. El
durmiente, ajeno a nuestra mirada, habita un mundo interior que solo podemos
intuir. Las rosas podrían simbolizar un amor idealizado o una pasión floreciente,
mientras los cactus representarían las defensas o las asperezas del mundo
exterior, o incluso las propias contradicciones internas. Los colibríes, con su
vuelo ágil, podrían ser emblemas de la libertad del espíritu o de mensajes que
ascienden desde el inconsciente.
Desde una
perspectiva queer, la obra de Cháirez adquiere una resonancia particular. Al
centrarse en un cuerpo masculino que se aleja de los estereotipos de la
masculinidad hegemónica —fuerte, impasible, dominante—, "El Sueño"
celebra la diversidad de las identidades y las expresiones de género. La
sensualidad que emana de la figura no es agresiva ni impositiva; se ofrece
desde la vulnerabilidad, desde la belleza de una forma que no necesita cumplir
con expectativas preestablecidas. Los elementos tradicionalmente asociados a lo
femenino, como el color rosa predominante y las flores, son reapropiados aquí
para construir una masculinidad alternativa, más fluida y compleja. Este gesto
es fundamental en la obra de Cháirez, quien consistentemente busca dignificar y
visibilizar cuerpos y deseos disidentes.
La obra
también puede leerse en diálogo con una filosofía estética que valora la
capacidad del arte para generar nuevas formas de conocimiento y experiencia. La
belleza en "El Sueño" no es meramente decorativa; es una belleza que
inquieta, que cuestiona. Los colores vibrantes, la composición equilibrada y la
factura técnica impecable, que remiten a influencias neoclásicas y simbolistas,
sirven de vehículo a un mensaje disruptivo. Cháirez utiliza el lenguaje de la
tradición pictórica para hablar de realidades contemporáneas, para introducir
en el canon narrativas que han sido históricamente marginadas. El uso de la
figura humana, central en su producción, se convierte en un acto de afirmación,
una declaración de presencia y existencia.
Asimismo,
es inevitable relacionar "El Sueño" con otras obras del propio
Cháirez, como su polémica “La Revolución”, donde Emiliano Zapata es
representado de manera igualmente subversiva. Ambas piezas comparten la
intención de deconstruir símbolos arraigados en el imaginario mexicano, ya sea
el héroe nacional o los arquetipos de la masculinidad. En "El Sueño",
aunque de forma más lírica y menos directamente confrontacional que en "La
Revolución", persiste esa voluntad de cuestionar y expandir los límites de
lo representable. La obra se inscribe así en una trayectoria coherente, donde
el artista utiliza su dominio técnico para vehicular una profunda crítica
social y cultural, siempre desde una estética que seduce y envuelve al
espectador.
La noche
estrellada, el lecho de seda, las rosas y los cactus configuran un jardín de
delicias y peligros, un paraíso personal donde el durmiente encuentra refugio
o, quizás, se enfrenta a sus propios fantasmas. La atmósfera es de una quietud
tensa, como si el tiempo se hubiera suspendido en ese instante de abandono. La
obra nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del deseo, la fragilidad de
la existencia y la búsqueda de la belleza en un mundo que a menudo impone
moldes rígidos. Es un canto a la libertad individual, a la autenticidad del ser
que se atreve a soñar más allá de las convenciones.
En última instancia, “El Sueño” de Fabián Cháirez es una epifanía pictórica, una revelación de la belleza inherente a la diversidad. Es un lienzo que, a través de su exquisita factura y su compleja carga simbólica, nos confronta con nuestras propias percepciones sobre el cuerpo, el género y el deseo. La obra no ofrece respuestas definitivas, sino que abre un espacio para la interrogación y la contemplación, un portal hacia una comprensión más amplia y empática de la condición humana. Es un sueño que, al ser compartido, nos despierta a nuevas realidades, a la posibilidad de un mundo donde todas las formas de ser encuentren su lugar bajo las estrellas.
