Cartografías del alma: Los trazos de José Faz Ipiña y la búsqueda del sentido en la encrucijada

 

Hay obras que, al mirarlas, nos provocan la incómoda sensación de que estamos a punto de entender algo trascendente, pero la epifanía se esfuma como el humo de un cigarro furtivo en una sala de espera. Son como esos sueños lúcidos que, al despertar, se desvanecen en la bruma de la memoria, dejándonos con la certeza de que algo importante ocurrió, aunque no sepamos qué. Frente a la obra de José Faz, uno se siente atrapado en esa paradoja. Sus dibujos a tinta, lejos de ser meros trazos sobre papel, operan como espejos velados que reflejan una verdad esquiva, una pregunta que se nos clava sin piedad en el pecho, obligándonos a una introspección que pocas veces buscamos en la vertiginosa cotidianidad.

Cuatro elementos de José Faz Ipiña

Cuatro elementos. José I. Faz Ipiña. Dibujo a tinta sobre papel. 56 x 76 cm. 2024


Originario de San Luis Potosí, una ciudad que aún discute si su encanto reside en la piedra de cantera o en sus fantasmas coloniales, José Isabel Faz Ipiña se erige como uno de esos artistas que no se conforman con la periferia del arte, sino que lo habitan desde el centro mismo. Su formación fue un ir y venir entre mundos: del Wilbur Wright College de Chicago (1976 y 1979), donde aprendió a desconfiar de lo obvio, al recién creado Instituto Potosino de Bellas Artes, donde cursó una maestría en pintura y los talleres libres dirigidos por Alberto Martínez le enseñaron que la pintura no es solo oficio, sino una conversación con los dioses. Pero el verdadero parteaguas fue “La Tallera” de Siqueiros, donde, bajo la mirada de Roberto Díaz Acosta, descubrió que el arte también puede ser un puñetazo en la mesa, un manifiesto social, una trinchera. Luego, la precisión de la gráfica con Rosa Luz Marroquín, le enseñó a afinar el ojo y el pulso, como quien aprende a escribir con la ligereza de un haiku.

Con una trayectoria de casi cinco décadas, Faz presenta su producción más reciente, realizada entre 2022 y 2024, bajo el título “Impulsos” que se exhibe en el Museo Francisco Cossío de San Luis Potosí, desde el mes de marzo de 2025. Son más de cincuenta piezas, mixtas y dibujos a tinta sobre papel que nos obligan a despojarnos de la condescendencia habitual y a sumergirnos en un archipiélago de formas disonantes, donde la fragilidad del presente se dibuja con la precisión de un conjuro. Las mixtas y dibujos de esta muestra se nos presentan como ecos de una conversación secreta entre el artista y la entropía del mundo.

Del universo de la obra que conforma “Impulsos”, llaman la atención tres dibujos que miden lo que una ventana al caos. Son composiciones realizadas en 2024, y cautivan porque parecen confabuladas para conspirar en la organización de una anarquía controlada. Son piezas que provocan la sensación de estar ante una cartografía de lo inasible. Hay en ellas una suerte de caos organizado, una coreografía de formas que se interconectan y se disgregan con una lógica interna que desafía la razón, pero satisface la intuición. Las texturas, logradas con una maestría que solo la tinta sobre papel de algodón permite, invitan al ojo a un recorrido sinestésico: uno casi puede sentir la rugosidad de los trazos, el rumor silente del papel que se resiste a ser una superficie plana.

La primera escaramuza visual, "Cuatro Elementos", nos recibe con una explosión de rojos y negros sobre el papel de algodón, como si un dragón de tinta hubiera vomitado sus entrañas sobre un lienzo inmaculado. La mirada se pierde en un caos organizado de formas geométricas y orgánicas, un torbellino de líneas que desafían la lógica y prometen, a cambio, una inmersión en lo inefable. Aquí, el color rojo no es solo pigmento; es la sangre que pulsa, la furia que hierve, el amor que desgarra.

La descripción fenomenológica de "Cuatro Elementos" no puede ser sino la de una sinfonía visual. El rumor silente del lienzo nos arrastra a un abismo de trazos donde la tinta, con su aspereza controlada, raspa la mirada y nos exige una atención casi ritual. No hay un centro claro, sino una dispersión centrífuga de elementos que, a pesar de su aparente dislocación, mantienen una extraña armonía, como un ecosistema caótico donde cada pieza encuentra su lugar en la tensión de la composición.

El contexto de esta obra, y de las que le siguen, nos remite a un artista que ha navegado las aguas de la modernidad potosina con la tenacidad de un viejo lobo de mar. José Faz Ipiña no solo absorbió técnicas experimentales, sino que las metabolizó hasta crear un lenguaje propio. Sus dibujos de 2024 son, en este sentido, un testimonio de una madurez artística que no renuncia al riesgo ni a la exploración.

 

Fragmentos de mi memoria de José Faz Ipiña

Fragmentos de mi memoria. José I. Faz Ipiña.
Dibujo a tinta sobre papel. 76 x 56 cm. 2024


"Fragmentos de mi memoria" nos presenta una verticalidad imponente, un universo donde el negro y las tintas deslavadas se confunden en una danza de sombras. Un cuadrado central de rojo vibrante, como un corazón expuesto, late en medio de la vorágine. La obra, de 76 x 56 cm, invierte la lógica horizontal de “Cuatro Elementos”, sugiriendo una introspección, una caída hacia lo más profundo de la psique, o quizás, un ascenso espiritual.

Esta pieza nos invita a la arqueología personal. ¿Qué fragmentos de nuestra memoria, acaso, se esconden en esas formas estilizadas, en esas líneas que parecen pictogramas de un lenguaje olvidado? La intención del artista, o su aparente ausencia, es una de las mayores delicias de Faz Ipiña. No impone un relato, sino que ofrece un tapiz de sugerencias, un poema abierto a la libre interpretación, como un espejo de Rorschach donde cada espectador proyecta sus propios fantasmas.


Encrucijada. José Faz Ipiña.
Dibujo a tinta sobre papel. 76 x 56. 2024

"Encrucijada", la tercera obra, es un eje, una columna vertebral que atraviesa el lienzo, quebrada por un destello rojo y una vena azul. Es una visión arquitectónica del dilema humano, donde las opciones se bifurcan y el camino se vuelve incierto. Las formas abstractas, que recuerdan a estructuras urbanas derruidas o jeroglíficos antiguos, evocan la angustia de la decisión, la belleza del riesgo y la inevitable soledad del camino elegido.

La recepción de la obra de Faz Ipiña en su San Luis Potosí natal no ha sido de controversia, sino de reconocimiento. Desde sus primeros premios y menciones honoríficas hasta la Presea al Mérito Cultural, su trayectoria ha sido un faro en el panorama artístico. Sin embargo, la ausencia de polémica no implica falta de profundidad. Quizás su arte, con su mezcla de lo místico y lo estilizado, se ha filtrado en el inconsciente colectivo de la ciudad, transformándose en un talismán, un conjuro silencioso.

¿Qué historias se ocultan en estos dibujos? Son metáforas visuales de la propia existencia. “Cuatro Elementos” podría ser el ciclo incesante de la creación y la destrucción, la danza primordial de la materia. “Fragmentos de mi memoria”, un viaje onírico por los laberintos de la conciencia, donde los recuerdos se disuelven y se rearman en nuevas configuraciones. Y “Encrucijada”, la eterna búsqueda de sentido en el punto de inflexión, el instante en que el destino se bifurca y el ser se redefine.

La interacción entre la obra y quien la mira es un diálogo tácito, una exigencia silenciosa. Faz Ipiña no grita, susurra. Sus obras no interpelan con brutalidad, sino que invitan a la meditación. Exigen al espectador una pausa, una detención en el ruido del mundo para sumergirse en el rumor de la tinta, en la sinestesia de las líneas que evocan la aspereza de un roce, el brillo incierto de una idea fugaz. Es un contrato implícito donde el arte ofrece un espejo, y el público, la valentía de mirarse en él.

El objetivo de este análisis, más allá de la mera explicación, es desentrañar las paradojas que subyacen en la obra de Faz Ipiña. En “Cuatro Elementos”, la paradoja reside en la coexistencia del caos y el orden, la explosión y la contención. En “Fragmentos de mi memoria”, la deconstrucción de la remembranza para reconstruir una verdad más íntima. Y en “Encrucijada”, la libertad de elegir en medio de la coerción de las opciones, la belleza de la indeterminación.

La obra de Faz Ipiña, lejos de ser un mero objeto estético, es un síntoma de nuestra época. En un tiempo donde la información nos desborda y la atención se dispersa, estos dibujos ofrecen un refugio para la concentración, un oasis para la reflexión. Las ansiedades de la modernidad, la fragmentación de la identidad, la búsqueda de un anclaje espiritual en un mundo secular, todo ello resuena en las líneas y los colores de sus piezas.

El artista, más allá del hombre, emerge como un personaje, un alquimista de la tinta que transforma la experiencia en símbolo. Hay una autobiografía velada en la recurrencia de ciertos motivos, en la búsqueda de lo místico y lo ritual. No es una narrativa lineal, sino una serie de epifanías visuales, de conjuros que el artista lanza al papel, quizás para exorcizar sus propios demonios o para invocar a sus musas.

La relación entre el arte y la vida cotidiana en la obra de Faz Ipiña se manifiesta en su capacidad para elevar lo trivial a lo trascendente. Un trazo, una mancha de tinta, se convierte en un talismán, un conjuro visual. Sus obras no son ajenas a nuestra rutina, sino que la atraviesan, la irrumpen, la dotan de un nuevo significado. Nos recuerdan que la vida misma es una encrucijada constante, un fragmento de memoria que se reescribe a cada instante.

Y así, como un eco de las palabras de Jorge Luis Borges sobre los espejos que multiplican el infinito, la obra de Faz Ipiña no busca dar respuestas definitivas, sino expandir las preguntas. Nos deja en una encrucijada, invitándonos a que, con la brújula extraviada y el corazón dispuesto, tracemos nuestros propios mapas en el vasto y enigmático territorio del alma. Porque al final, como diría el sabio Degas, "el arte no es lo que ves, sino lo que haces ver a los demás".

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