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Leonardo da Vinci |
Leonardo
da Vinci, el hombre que nos hizo creer en la perfección, fue un evento. No solo
pintó, sino que diseccionó el mundo, lo analizó, lo desmembró para entenderlo y
luego lo reconstruyó en lienzos y cuadernos. Un genio, un artista insaciable,
un científico que veía la belleza en la geometría de un cuerpo y la mecánica de
una máquina de guerra. Su vida no es una biografía, es la crónica de una mente
que nunca se detuvo.
Fue un
pintor meticuloso hasta la obsesión. Apenas unas 20 obras conocidas, un número
ridículo para un artista de su fama. Pero cada una es un universo en sí misma,
una obra de ingeniería pictórica. La Mona Lisa, una mujer que nos mira desde
hace siglos y que nos sigue desconcertando. Esa sonrisa no es un truco, es la
manifestación del sfumato, una técnica que inventó para difuminar los bordes
como si las figuras estuvieran envueltas en humo. Nadie antes de él había
capturado la atmósfera con tanta precisión, una neblina que humanizaba a sus
modelos y los hacía respirar.
Pero su
genio no se limitó a los pinceles. La Última Cena es un mural. No es una simple
escena religiosa, es una trampa. Una trampa de la perspectiva, de la luz y la
sombra (claroscuro), que hace que cada apóstol sea un personaje con su propio
drama interior. Un acto de audacia que lo llevó a experimentar con mezclas de
pigmentos y que, irónicamente, condenó a la obra a un deterioro temprano. Un
genio, sí, pero un genio que a veces se atrevía a jugar con la química.
Leonardo
no pintaba, él investigaba. Cada trazo, cada sombra, era un estudio de la
naturaleza. Y esa obsesión se manifiesta en sus retratos. La Virgen de las
Rocas, una escena mística que parece sacada de un sueño, o La dama del armiño,
que captura la esencia de una mujer con una precisión casi fotográfica, en una
época donde las cámaras no existían. Y el Hombre de Vitruvio, una obra que no
necesita explicación. Un simple dibujo que demuestra que el arte y la ciencia
no son enemigos, sino amantes inseparables.
Fue un
artista adelantado a su tiempo, pero también un visionario. Popularizó la
postura en tres cuartos, dándole a sus figuras una vida y un movimiento que las
sacó de la rigidez de los retratos medievales. Usaba la grisalla, una base de
tonos grises y marrones para dar forma a sus figuras antes de aplicar el color,
demostrando que la forma lo era todo. Se rumorea que era un perfeccionista tan
obsesivo que dejaba sus obras incompletas. Lo cual es una paradoja digna de su
genio: sus obras incompletas son más perfectas que la obra completa de
cualquier otro.
El legado
de Leonardo da Vinci es abrumador. Pinturas, dibujos, miles de cuadernos llenos
de ideas. Bocetos de máquinas voladoras, tanques, robots… Y a pesar de que su
obsesión por la experimentación lo llevó a fracasar en varias ocasiones, su
influencia se extiende a través de los siglos. Nos enseñó que un artista no
solo observa, sino que también interroga al mundo. Y al final del día, ese es
su verdadero legado: la insaciable curiosidad que lo convirtió en el hombre más
fascinante del Renacimiento.