Tentáculos del olvido: el arte como herida abierta

 

A veces, el arte no busca consolar ni embellecer, sino exponer la llaga con una elegancia brutal. En la obra de Graciela González Duque no hay consuelo ni ornamento gratuito. Lo que hay es una herida que habla, que gime, que canta con voz ronca desde lo más hondo de lo humano. Una herida que, como los dioses antiguos, exige sacrificio y silencio. Su pintura no es una ventana al mundo, sino un espejo roto donde cada fragmento devuelve una imagen distinta del alma colectiva. Y en ese desgarro, entre óleo y sombra, ocurre la revelación.

Hombre pulpo. Óleo sobre lino. 2019

Graciela no representa cuerpos; los deconstruye con la precisión de una cirujana metafísica. Sus rostros no tienen nombre, pero cargan el peso de mil biografías. Cada trazo es un testimonio, cada color una confesión no dicha. En Hombre pulpo, esa criatura salida de un delirio beckettiano, el sujeto contemporáneo se vuelve carne de parábola: tentáculos que se alargan como deudas impagables, rostros flotantes que gritan sin boca, miradas que no miran, sino que recuerdan. ¿Qué? Quizá el momento en que dejamos de ser sujetos y nos volvimos saldo, algoritmo, ruido.

La ironía es que esta crítica al vértigo moderno no se hace desde la nostalgia o el conservadurismo estético. Graciela no clama por el retorno a un pasado glorioso, porque sabe que ese pasado nunca existió. Su apropiación del expresionismo no es homenaje sino reactivación. Munch, Schiele, Ensor: sí, sus fantasmas recorren sus lienzos, pero como compañeros de viaje, no como modelos a seguir. La artista potosina los convoca como quien llama a los muertos para que atestigüen lo que sigue: el naufragio digital de la carne, la desaparición de la experiencia detrás de pantallas sin espesor.

Y, sin embargo, hay belleza. Pero no la belleza plástica de lo simétrico ni la afectación superficial del diseño de interiores. No. Aquí la belleza es una especie de catarsis oscura, una alquimia que convierte el grito en canto y la desesperación en imagen. Los paisajes, esos fondos que en otros pintores sirven de escenografía, en Graciela son atmósferas vivas. Un cielo rojo no está ahí para adornar, sino para presagiar. Una tierra abstracta no decora: sangra. Todo es símbolo, pero un símbolo que no oculta, sino que revela.

La voz de esta pintura no es susurrante ni complaciente. Es un rugido barnizado, una profecía lanzada desde el margen. Como si Clarice Lispector hubiese cambiado la pluma por el pincel, Graciela observa el sinsentido cotidiano y lo eleva a misterio. La urbanización voraz, el desarraigo, el ruido político que se respira como polvo: todo eso está ahí, tras los ojos desorbitados de sus figuras. Porque sus personajes no son individuos: son síntesis, ecuaciones de un malestar que todos, aunque no lo nombremos, llevamos adherido como una segunda piel.

Y es aquí donde su obra se vuelve filosófica. ¿Qué puede el arte en tiempos de sobreinformación? ¿Qué sentido tiene detenerse ante una imagen cuando el dedo ansioso quiere deslizar hacia la próxima? Graciela responde no con teoría, sino con presencia. Sus cuadros obligan a mirar, a quedarse, a demorarse en la herida. Como si dijeran: “Sí, puedes ignorarlo todo… menos esto”. En ese acto, aparentemente simple, de sostener la mirada, se esconde una forma de resistencia. No contra el poder ni la historia, sino contra la apatía.

La pintura, para ella, no es un medio, sino un rito. Cada pincelada es una plegaria desobediente, una oración dicha en voz baja, pero con furia. Hay algo de místico en su manera de construir imágenes: no busca ilustrar, sino conjurar. Como los antiguos alquimistas, Graciela mezcla lo material con lo invisible, lo concreto con lo simbólico, para producir algo más que una representación: una presencia. Y esa presencia duele. Porque lo que duele no es la imagen, sino el reconocimiento que nos impone.

Lo verdaderamente inquietante de su obra no es lo que muestra, sino lo que nos obliga a pensar sobre nosotros mismos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Cuándo dejamos de habitar nuestros cuerpos y comenzamos a vivir en perfiles, en avatares, en simulacros de nosotros mismos? Las figuras de Graciela no son monstruos: son reflejos. Y ahí está la trampa. Porque lo grotesco, al final, es lo más honesto. Nadie es hermoso en el fondo de su dolor, pero todos somos verdaderos.

En esta era donde todo se vuelve mercancía, incluso el arte, Graciela apuesta por lo inútil, por lo incómodo, por lo denso. No hace “piezas” para ferias de arte ni “obras” para complacer coleccionistas. Hace cuadros que incomodan, que exigen una ética de la contemplación. Y eso, hoy en día, es casi un acto subversivo.

El lector desprevenido podría pensar que hay pesimismo en esta visión. Pero no: hay lucidez. Y la lucidez, aunque amarga, es un don. Porque solo quien ve el abismo puede decidir no saltar. Solo quien reconoce el caos puede buscar sentido. Y en el caso de Graciela, ese sentido no se impone: se sugiere. Se insinúa. Como un susurro entre los pliegues del lienzo.

Al final, uno sale de su pintura como quien despierta de un sueño incómodo: perturbado, pero más consciente. Porque el verdadero arte no nos consuela; nos despierta. Nos arranca de la modorra estética y nos devuelve la mirada como un boomerang en llamas.

Y quizás —sólo quizás— ahí radica el secreto de su poder: en recordarnos, con la violencia elegante de su trazo, que aún estamos vivos. Aunque duela. Aunque estemos solos. Aunque seamos, como su Hombre pulpo, criaturas sin centro, atrapadas en sus propios tentáculos.

Porque si algo nos queda, es esto: la posibilidad de sentir. Y eso, en estos tiempos de olvido programado, ya es una forma de resistencia.

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