Egon Schiele

 

Egon Schiele

Egon Schiele

Egon Schiele, pintor y grabador austríaco, fue el niño terrible del expresionismo: breve, incendiario, desmesurado. Vivió apenas 28 años, los suficientes para dejar una obra que todavía incomoda, porque no se acomoda a la mirada complaciente. No pintó cuerpos: pintó la herida de estar vivo. Entre unas 340 pinturas y más de 2800 dibujos y acuarelas, levantó un monumento a la fragilidad y al deseo, a la piel temblorosa y a la muerte inevitable.

Su estilo fue un cuchillo: líneas firmes, tensas, que desnudan hasta la médula; rostros desorbitados, manos crispadas, ojos que miran sin pudor ni consuelo. La figura humana fue su campo de batalla, especialmente los desnudos y los autorretratos, donde cada gesto es un grito, cada trazo una confesión. Convirtió a Wally Neuzil, su amante y modelo, en icono de la ternura desgarrada. Obras como La muchacha y la muerte (1915) o La familia (1918) condensan su visión de la existencia: sexo, angustia, dolor, pero también la obstinada persistencia de la vida.

Schiele no buscaba la belleza clásica ni el orden del buen gusto. Su arte era un temblor dibujado, un estremecimiento que todavía se siente en los museos de Viena. El Leopold Museum y la Albertina guardan sus huellas, como si fueran altares dedicados al cuerpo desgarrado, al autorretrato que nunca se oculta. Allí habita el artista que convirtió el papel y la tela en un espejo brutal.

Fue una celebridad precoz, admirado y detestado, incomprendido y reverenciado. Murió en 1918, víctima de la gripe española, pocos días después de perder a su esposa embarazada. Pero incluso esa muerte temprana parece formar parte de su obra: abrupta, cruel, dramática. En el modernismo europeo y en el expresionismo austríaco, su figura es central: sin Schiele, el arte del siglo XX sería más tibio, más cobarde.

Él entendió algo que otros prefieren callar: el cuerpo no es ornamento, es destino.

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