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Salvador Dalí y Gala. |
Salvador
Domingo Felipe Jacinto Dalí i Domènech, marqués de Dalí de Púbol, expiró un 23
de enero de 1989. Hablar de su muerte es, en cierta forma, una imprecisión,
porque Dalí habitó siempre en el reino de las presencias diferidas. Su
existencia no se medía con la lógica del calendario, sino con el fulgor de un
bigote que era a la vez brújula, antena parabólica y un acertijo que nadie
podría resolver.
La muerte
de un artista así no es un punto final, sino una arruga más en el lienzo, una
pincelada última que no borra la imagen, sino que la subraya. Dalí fue un
maestro de las ausencias, de las desapariciones, y por eso su fallecimiento se
sintió como una más de sus elaboradas fugas, un truco de magia final.
Desde
siempre, su figura me ha parecido un chiste. No un chiste cualquiera, de esos
que se desvanecen en una carcajada, sino uno de esos artefactos verbales que,
una vez oídos, se instalan en la mente como una astilla. Obligan a regresar a
ellos una y otra vez para intentar descifrar su engranaje secreto.
Se
trataba de una broma de estructura compleja, como un soneto. Una primera capa
de chascarrillos triviales. Un segundo estrato de referencias crípticas y, al
final, un desenlace que te deja en la encrucijada, sin saber si has sido
víctima de una genialidad o de una payasada monumental.
La vida
de Dalí fue la manifestación de una ingestión de alto calibre. Era como si un
urbanista, harto de calles rectas y avenidas predecibles, hubiera decidido
construir una ciudad entera sobre las coordenadas del sueño. Y Dalí, con su
tienda de campaña y su puesto de churros, se instaló en el centro de esa
cartografía onírica.
Sus
lienzos eran la topografía de una mente febril, donde los relojes, en lugar de
marcar el tiempo, se derretían como queso en una sartén. Las jirafas, lejos de
pastar, ardían en una hoguera imaginaria. Era un carnaval del inconsciente, un
desfile de imágenes que desafiaban la física y el sentido común.
Pero Dalí no era solo un habitante más de ese parque de atracciones mentales. Era el
anfitrión. El dueño del juego. El que cobraba la entrada. Su bigote, que
desafiaba a la gravedad como la proa de un velero, era su estandarte. Una
escultura en su propio rostro. Un arma secreta para la notoriedad.
Su
mirada, una mezcla de locura y de lucidez calculada, era su disfraz. Y su
comportamiento, una coreografía de escándalos y excentricidades, era la mejor
publicidad para su marca personal. Se codeaba con la élite intelectual,
escandalizaba a la burguesía con sus provocaciones.
En el
fondo, se reía de todos mientras sus bolsillos se llenaban con los billetes de
su genialidad mercadeada. Dalí era un funambulista que caminaba sobre la cuerda
floja de la fama, con una red de seguridad hecha de billetes y un paraguas para
la lluvia de críticas.
Y luego,
estaba Gala. El enigma. La musa. El epicentro gravitacional del universo
daliniano. Si Yoko Ono fue una sutil disolvente para The Beatles, Gala fue la
cementadora de Dalí. Ella era la pieza que faltaba en el rompecabezas. La clave
para descifrar el jeroglífico de su mente.
Esta
mujer enigmática, con un pasado tan opaco como una noche sin luna, fue la
arquitecta de la vida y la obra del artista. Algunos la veían como una
manipuladora de primera, una especie de tiburón de Wall Street con falda;
otros, como la visionaria que supo capitalizar la locura de un genio.
Lo que es
indiscutible es que, sin ella, Dalí habría sido un río sin cauce. Un viento sin
dirección. Una idea sin forma. Gala era la pimienta en la paella de la vida de Salvador Dalí. El motor que lo mantenía en marcha. El contrapeso que lo anclaba a la
realidad, por más que la realidad de ambos fuera la de un sueño.
Ella
avivó su fuego creativo, lo impulsó a explorar los rincones más oscuros de su
mente y, de paso, se encargó de gestionar su carrera con una astucia que ya la
quisiera un financiero. Su relación era, como mínimo, peculiar. Dalí la
adoraba. La idealizaba. La convertía en deidad en sus lienzos.
La
colmaba de regalos extravagantes, como si tratara de comprar el sol para su
jardín. Gala, por su parte, lo controlaba, lo guiaba, lo exprimía y, según
algunos, lo manipulaba. Era la mente fría y calculadora detrás del genio, la
que lo empujaba a ser cada vez más extravagante, más escandaloso, más Dalí.
Su misión
parecía ser la de convertir un excéntrico en una leyenda. ¿Era amor verdadero o
una relación simbiótica de mutua conveniencia? La pregunta es tan vana como
intentar atrapar el humo con las manos. Lo que no se puede negar es que su
relación fue tan surreal como sus obras.
Se cuenta
que Dalí le enviaba cartas de amor escritas con su propia sangre y que Gala,
con un peculiar sentido del humor, las usaba para decorar las paredes de su
baño. Un acto de amor o de desprecio. Un símbolo de su unión o de su extraña
perversión. Quién sabe.
Lo que sí
sabemos es que juntos formaron una pareja explosiva, una máquina de generar
polémica y arte a partes iguales. Su matrimonio fue una mezcla de pasión,
excentricidad y, por qué no decirlo, un toque de sadomasoquismo emocional. Dalí
se refería a Gala como su "Gradiva".
Una
figura mitológica que simbolizaba la curación y la inspiración. Pero también la
sometía a sus caprichos y a sus celos enfermizos. La paradoja en su relación
era la misma que en su arte. Una tormenta creativa que dejó un legado de obras
maestras y escándalos.
Dalí fue
el niño travieso que, en lugar de jugar con tierra, lo hizo en la caja de arena
de la locura. Y Gala fue la niñera que, lejos de regañarlo, le enseñó a
comercializar sus castillos de arena. Así, el artista se convirtió en una
máquina de generar dinero, y el apodo de "Avida Dollars" se le
adhirió como un segundo nombre.
Este
mote, un anagrama de su nombre, era un insulto acuñado por André Breton y otros
surrealistas que lo acusaban de venderse al sistema. Pero Dalí, lejos de
ofenderse, se apoderó del nombre y lo convirtió en su bandera. Dejó claro que
el arte, en su visión, era tan valioso como el dinero.
Su arte
era un producto de exportación, una mercancía que se vendía por doquier. Sus
excentricidades eran una campaña de marketing. Dalí fue el primer
artista-celebridad, un hombre que entendió que la fama no es un subproducto del
arte, sino una de sus formas.
La
verdadera expulsión de Dalí del surrealismo no fue por su arte, sino por su
vida. Por su adhesión a Franco. Por su relación con la burguesía. Por la
descarada forma en que abrazó el mercantilismo. Él no quería solo explorar el
inconsciente, sino también explotarlo.
Su
expulsión fue una especie de divorcio mediático. Breton y los demás le pidieron
que se fuera del movimiento. Pero Dalí, con la astucia que le caracterizaba, se
mantuvo en el centro de la polémica. Se convirtió en el "outsider"
más famoso del arte, el excomulgado que vendía más que todos los fieles juntos.
Él se rio
de todos. Y nosotros, el público, le dimos la razón. Porque el verdadero arte,
el arte que sobrevive, no es el que cumple reglas, sino el que las rompe. Y en
eso Dalí fue un maestro sin par. Un niño que se atrevió a jugar con la locura.
El
resultado es un legado que no se puede ignorar. Obras que desafían la lógica,
que nos obligan a ver el mundo con ojos nuevos. Un bigote que se convirtió en
un símbolo de la rebelión. Y una mujer enigmática que, sin saberlo, se
convirtió en una de las figuras más importantes de la historia del arte.
Al final,
la relación entre Dalí, el surrealismo y Gala fue una simbiosis perfecta. Un
triángulo amoroso donde la excentricidad era la norma y la realidad, un
concepto que se podía moldear y deformar a gusto del artista. Y así, mientras
Dalí pintaba sus sueños y Gala contaba las ganancias, el mundo observaba con
fascinación.