Desde lo alto de un cosmos ardiente, en la encrucijada de lo primitivo y lo cósmico, se erige la obra de Rufino Tamayo como un canto desafiante al tiempo, a la tradición y a la modernidad que tantas veces intentaron sofocarlo. Su pintura, envuelta en una policromía de evocaciones ancestrales, es la materialización del equilibrio imposible: el arte indígena dialogando con la vanguardia europea, la textura de la tierra fundiéndose con la vastedad del universo. Y en ese mestizaje sensorial, su obra no solo vibra, sino que resuena con la cadencia de un mito sin resolver, como un eco de una voz antigua que nunca termina de extinguirse.
Perro aullando, Rufino Tamayo, 1960
Tamayo, siempre al filo de la academia, sin
caer jamás en sus trampas dogmáticas, supo jugar con los ismos sin doblegarse a
ninguno. No fue muralista en el sentido programático del término, y sin
embargo, su pintura respira la monumentalidad del fresco. No fue abstracto en
la rigidez geométrica de las vanguardias, pero su color dialoga con la pureza
misma de la forma. ¿Realismo mágico en la pintura? Tal vez, pero sin la
complacencia de lo encantador. Su obra no endulza la mirada: la fuerza de sus
colores arde, sus composiciones golpean, sus figuras emergen con la
contundencia de un enigma resuelto a medias. Y es que Tamayo nunca buscó la
fácil categoría de lo bello, sino la feroz intensidad de lo inasible.
Porque en Tamayo, todo es doble filo. Sus perros han sido domesticados, y sin embargo, conservan su animalidad. Sus
sandías no son meras frutas: son planetas seccionados, ventanas a otro mundo
donde el rojo de la pulpa es el latido mismo de la creación, una geografía
visceral donde la semilla es código, germen, detonación. Sus cielos, lejos de
ser meros fondos, se tornan abismos cósmicos donde el espectador, perdido entre
texturas y sombras, se encuentra a sí mismo desprovisto de certezas, suspendido
en la ingravidez del color. Sus personajes – si acaso se les puede llamar así,
pues son presencias más que retratos – miran con ojos vacíos, o tal vez plenos
de lo inefable, como testigos de una revelación a la que nunca llegaremos del
todo. Porque en la pintura de Tamayo no hay concesiones: cada trazo es una
pregunta, cada color una posibilidad, cada silencio una advertencia.
Es ahí donde Tamayo se vuelve maestro del
vacío, de la pausa que pesa más que el trazo, del color que habla en susurros y
gritos a la vez. Su pintura, lejos de ofrecer respuestas, es un enigma latente,
un acertijo cromático donde la modernidad y la raíz primitiva se funden en un
espiral de tensión. En sus lienzos, el aire mismo se carga de un peso
invisible, de una densidad que no es otra cosa que la memoria de un mundo
anterior al lenguaje. Y, sin embargo, en su ironía implícita, en su rebeldía
contra las expectativas que el arte mexicano imponía en su época, se desliza
una lección dolorosa: la identidad no es un dictado sino una búsqueda, un
forcejeo constante entre el instinto y la razón, entre el origen y el destino.
Sus figuras humanas – si acaso humanas siguen
siendo en su despojamiento – se disuelven en texturas de obsidiana y ceniza,
espectros de un tiempo remoto donde la materia aún palpitaba con un sentido
mágico. Sus nocturnos, saturados de un azul profundo y gravitante, nos sumergen
en una liturgia de sombras donde la luna no es solo un astro, sino un ojo
vigilante, un umbral hacia dimensiones ignotas. Y es que en la obra de Tamayo,
el universo no es sólo escenario, sino protagonista: el cosmos palpita, la tierra
gime, los cielos susurran secretos que apenas nos atrevemos a escuchar.
Y en esta pugna, su obra sigue latiendo.
Porque el tiempo, ese devorador de estéticas y modas, no ha logrado domesticar
la esencia de Tamayo. Su pintura sigue ahí, interrogándonos con su color
hirviente, su materia vibrante, su misterio intacto. En cada trazo, en cada
pigmento sabiamente dispuesto, nos recuerda que la modernidad no es un fin,
sino un espejismo que solo los verdaderos visionarios pueden atravesar sin
perderse en su reflejo.
No hay consuelo en la obra de Tamayo, ni
refugio en su estética. Hay, en cambio, un abismo que nos llama, un eco que nos
sacude, un resplandor que, lejos de apaciguar, despierta. Y esa es su mayor
hazaña: haber creado una pintura que no se agota en la contemplación, sino que
exige la confrontación. Porque mirar a Tamayo es mirarnos a nosotros mismos en
el espejo de lo elemental, de lo primordial, de lo que, a pesar del tiempo y el
olvido, sigue ardiendo bajo la superficie del mundo.
Y así, entre el fulgor y la penumbra, su
legado permanece: un testamento de fuego y color, de formas que desafían y
sombras que susurran verdades que nunca terminaremos de comprender. Porque la
pintura de Tamayo, en su esplendor indomable, nos ha dejado una certeza: el
arte no es un refugio, sino una llama que arde, y arde, y arde.