Toda
imagen, cuando se sostiene en el silencio, murmura. Algunas, como esta, gritan
con la voz ancestral de los mitos, de las metamorfosis antiguas, de los sueños
húmedos del inconsciente colectivo. En Caballo, obra de Francisco Toledo
realizada en 1979 con gouache sobre papel, el espectador no contempla: se
enfrenta. No ve, sino que es visto por una criatura que trasciende lo animal y
lo humano, y que interroga desde un umbral donde la pintura deviene rito, erotismo,
ceremonia.
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Caballo. Gouache sobre papel. 1979. Colección Andrés Blaisten |
Obra de dimensiones contenidas —28 x 38 cm—, pero de expansiva potencia simbólica, Caballo aparece como una liturgia carnal que detona en el instante anterior al apareamiento. Toledo, el artista juchiteco que atravesó París, Nueva York y la Ciudad de México para volver a enraizarse en Oaxaca, realiza esta pieza en un periodo de madurez técnica e iconográfica. La obra pertenece hoy a la Colección Andrés Blaisten, uno de los acervos más significativos del arte moderno mexicano.
A primera
vista, la escena parece una lucha mitológica. Pero basta una mirada atenta —y
paciente— para develar la verdad más incómoda y sagrada: lo que presenciamos es
una cópula inminente. La figura central, de mayor tamaño y color blanco, con
una silla de montar, no es un caballo genérico, sino una yegua. Su cuerpo,
robusto, abierto, receptivo, es el altar sobre el cual se conjuga el deseo
animal y simbólico. Frente a ella, a la izquierda de la composición, una figura
más pequeña y oscura, un caballo encabritado, muestra un miembro viril
descomunal, erecto, desafiante. No hay duda: está listo. El acto no ha
comenzado, pero ya ha sido invocado. El momento es anterior al goce, y por eso
mismo, más cargado, más ritual.
A la
izquierda, como en las escenas antiguas de los códices, aparece una tercera
figura: no humana, no equina. Un ave. ¿Testigo? ¿Augurio? ¿Espíritu? Su silueta
pequeña, contenida, contrasta con la tensión dinámica de las bestias. Está ahí,
presente, observando. En la tradición mesoamericana, las aves son mensajeras
entre mundos, presencias chamánicas. Su mirada no es juicio ni escándalo: es
memoria. Ella consagra la escena como un acto sagrado.
Toledo
dispone los elementos en un campo cromático rojo, intenso, saturado como carne
abierta o tierra volcánica. No hay paisaje ni cielo: sólo este plano denso
donde todo sucede, como si la escena estuviera ocurriendo dentro del cuerpo.
Las formas, trazadas con líneas suficientemente delgadas para perfilarlas, oscilan
entre lo gestual y lo simbólico. No hay naturalismo: hay rito.
La yegua
blanca —casi espectral— se yergue como una figura totémica, ambigua. Su rostro
se hibrida con rasgos humanos y con máscaras animales, como si la identidad
misma se disolviera en el deseo. El caballo oscuro que se aproxima —vital,
muscular, fálico— representa la fuerza activa, la pulsión de penetrar, de
fecundar. Pero no hay dominación; hay un pacto tácito, una danza. La tensión es
sexual, sí, pero también mitológica: estamos ante un mito del origen, una
escena fundacional que se repite desde el inicio de los tiempos.
Este
encuentro, lejos de ser explícito en el sentido vulgar, se construye desde una
carga simbólica cargada de resonancias culturales. El erotismo en Toledo nunca
es pornográfico: es alquímico. Las figuras no solo se desean: se transforman al
desearse. La yegua es tierra, es madre, es receptáculo. El caballo es trueno,
es centella, es fecundación. El ave es verbo. Juntos, configuran una trinidad
arcaica donde cuerpo, instinto y mito se funden.
La
técnica del gouache permite que la materia pictórica conserve una opacidad
corpórea. Nada es translúcido aquí: todo pesa, todo vibra. La pintura no
representa: encarna. Cada trazo es un pulso. Cada color, un temperamento. El
rojo no es sólo fondo: es sangre latente. El blanco de la yegua no es pureza,
sino luminiscencia ritual. El azul y los ocres vibran como resonancias de
códices antiguos y de visiones alucinadas.
Desde la
semiótica, Caballo funciona como un texto visual de lectura múltiple. Las
figuras no son lo que parecen. El miembro viril del caballo no es sólo órgano:
es signo. La silla sobre la yegua no es accesorio: es emblema de lo humano
queriendo domesticar lo salvaje, incluso dentro del rito sexual. Pero aquí, la
domesticación fracasa: lo instintivo prevalece, estalla, canta. La pintura
sugiere que el deseo es también resistencia, y que toda unión carnal es una
forma de insurrección ontológica.
Desde una
lectura filosófica, Caballo nos plantea: ¿qué hay en el umbral entre lo
humano y lo animal cuando se erotiza el cuerpo? ¿Qué somos cuando copulamos con
la sombra del otro? ¿Y qué papel juega el testigo —el ave— que observa y, al
hacerlo, eterniza el rito? Toledo no responde, pero convoca. No explica, pero
abre el símbolo. Su arte es un sistema de signos que no encierran, sino que
invocan.
Este
Caballo —esta yegua, este macho erecto, este pájaro vidente— no representa un
acto cualquiera. Representa la escena originaria del deseo como fuerza cósmica,
como alianza entre naturaleza y cultura. La obra no habla de un instante
sexual, sino de la sexualidad como forma de conocimiento. En la cópula, los
cuerpos no sólo se encuentran: se reconocen, se fundan, se vuelven lenguaje.
Hoy, a
más de cuatro décadas de su creación, esta obra sigue siendo radical, vital. No
ha perdido su potencia porque no pertenece al tiempo cronológico, sino al
tiempo mítico. Es una obra que no envejece porque habla desde el origen. Y en
ese origen, hay siempre un caballo erecto, una yegua expectante y un ave que
observa. Y nosotros, espectadores, que no miramos una escena, sino que somos
devueltos a ella. Somos también testigos. Somos también bestias.