El tiempo en el campo no es una línea, sino un círculo que se expande y se repliega en el aliento de la tierra. La pintura de José Cruz es el eco de ese tiempo, una espiral de colores que resuena en la memoria de los días y las noches, en la lentitud del arado y el fulgor de la siembra. Sus lienzos no son imágenes, sino cantos, plegarias de pigmento que susurran la eternidad de los ciclos, la persistencia de lo sembrado en la carne del mundo.
Personajes de campo. José Cruz García Rocha. 2012. |
La
trayectoria de José Cruz, que abarca más de cincuenta años de labor artística,
lo posiciona como una figura emblemática de la pintura mexicana contemporánea.
Nacido en Cerro de San Pedro, en el estado de San Luis Potosí, en México, creció
en la comunidad de Barbechos de Guadalupe, en Soledad de Graciano Sánchez, San
Luis Potosí. Ahí, Cruz aprendió a integrar en su obra la dualidad de sus mundos:
la tierra que cultiva con sus manos y el taller donde su imaginación desborda
en formas y colores. Este encuentro entre el trabajo agrícola y la creación
artística dota a sus lienzos de una profundidad emocional que trasciende lo
visual, invitando al espectador a sumergirse en la esencia del campo mexicano.
Desde temprana edad, mostró inclinación por el dibujo, pero fue en la Ciudad de México, al observar obras en el Palacio de Bellas Artes y el Museo de Arte Moderno, cuando decidió dedicar su vida al arte. A partir de 1970, combinó sus labores en el campo con su formación en el Instituto Potosino de Bellas Artes, donde obtuvo el título de Maestro en Enseñanzas Básicas de la Pintura.
En su obra, el México rural se vuelve reflejo de una esencia más profunda, un instante suspendido entre la historia y el mito. No es el campo de la nostalgia, ni el campo del folclore: es la tierra viva, la que respira con el labriego y sueña con la luna, la que en su aridez guarda la promesa de la lluvia.
José Cruz nos muestra que la semilla no es solo una forma de la continuidad biológica, sino una metáfora del destino, de la espera y del renacer. Sus campesinos, erguidos sobre la tierra, no miran al cielo en súplica, sino en comunión, como si en sus manos endurecidas por el trabajo sostuvieran no solo el maíz, sino el tiempo mismo.
Los cuerpos en su pintura son de barro, de polvo antiguo modelado por la fatiga y la esperanza. Mujeres de vientres redondos, embarazadas de estrellas y de siglos, caminan con la certeza de quien sabe que el mañana no es una promesa, sino una conquista. Hombres de manos agrietadas, que han acariciado la corteza del árbol con la misma ternura con que tocan la piel de sus hijos. Niños de pies descalzos, danzantes del tiempo nuevo, herederos de un mundo donde la dureza y la belleza no son opuestos, sino rostros de la misma moneda.
Y están los animales, los otros habitantes de este universo de ocres y azules profundos. Perros que escuchan los secretos del viento, burros que cargan no solo costales sino historias, gallos que anuncian el alba no por costumbre sino por convicción. En el campo, la vida se expresa en múltiples lenguajes, y José Cruz ha aprendido a pintarlos todos.
Pero no es solo la materia lo que vibra en su obra, sino la luz. No la luz de la lámpara, sino la luz primera, la que emerge de la tela como si brotara de una grieta en la realidad. Hay en sus colores una clarividencia, una visión de lo esencial que prescinde de adornos y efectismos. Sus lunas no iluminan, revelan; sus soles no queman, funden en un solo cuerpo la tierra y el hombre, el animal y la piedra.
Así, la pintura de José Cruz es un testimonio y una pregunta. ¿Somos lo que sembramos? ¿O lo que cosechamos? ¿Es la identidad una raíz que se hunde en la tierra, o una hoja que se deja llevar por el viento?
Entre la calidez de sus colores y la fuerza de sus figuras, queda la sensación de que la respuesta, más que en la palabra, está en la experiencia de la contemplación. Porque su pintura no se mira: se habita. Como se habita el campo, como se habita el tiempo, como se habita un sueño que al despertar sigue vibrando en la piel.