Hay una verdad que solo se revela en el movimiento. No en la pose, no en el gesto calculado, sino en el instante fugitivo en que el cuerpo, desbordado de música, deseo y memoria, se olvida de sí y se convierte en símbolo. Esa verdad es huidiza, como un perfume entre la multitud, como una voz que canta entre máscaras. Y, sin embargo, hay artistas que saben atraparla, no para poseerla, sino para dejarla vibrando en la imagen, abierta, como un umbral. Es en esa intersección entre lo real y lo mítico donde habita la obra de Ricardo Beliel, fotógrafo y testigo poético del alma mestiza de Brasil.
Su mirada cautiva, no por lo que muestra, sino por lo que deja arder entre líneas: el temblor de lo auténtico. En una época saturada de artificios visuales, donde el cuerpo suele ser un producto más del mercado, las fotografías de Beliel invitan a detenerse, a mirar sin prisa, a escuchar lo que la piel no dice con palabras, pero grita con presencia. Frente a su obra, no hay consumo: hay comunión.
Beliel
redefine el papel de la fotografía documental en América Latina al convertirla
en un vehículo de resistencia estética, identidad popular y crítica social,
fundiendo historia, cuerpo y deseo en una visión profundamente mestiza y
poética del Brasil contemporáneo.
Ricardo
Beliel nació en Río de Janeiro en 1953, pero su mirada no pertenece a un lugar
ni a una fecha: es una forma de percepción que parece surgir del barro
ancestral de un país donde la historia fue escrita con sangre y tambor. Su
formación en arte y grabado —sabia combinación de la línea y el instante— ya
prefiguraba la sensibilidad híbrida que atraviesa toda su obra. Desde 1973, su
cámara se volvió brújula y testigo, pulsando al ritmo de la calle, de los
cuerpos que danzan, de las voces que no se rinden.
Sus
imágenes del carnaval brasileño —en Río, Salvador o Recife— son mucho más que
crónicas de una fiesta. Son exégesis de un rito. En ellas, el cuerpo aparece no
como mercancía, sino como revelación. No hay aquí la mirada exótica del
turista, ni la edición morbosa del espectáculo. Hay, en cambio, una honestidad
que duele por su belleza, y que transforma lo festivo en acto político. Porque
el carnaval, tal como lo retrata Beliel, es una zona de excepción donde las
jerarquías se invierten, donde el deseo se desborda de los moldes y donde la
identidad se despliega como una bandera hecha de mil rostros.
En este
sentido, su trabajo se inscribe en una tradición latinoamericana que va de
Martín Chambi a Claudia Andujar, de Graciela Iturbide a Miguel Rio Branco:
fotógrafos que entendieron que la cámara no es solo un ojo, sino una herida. La
obra de Beliel, como la de ellos, está marcada por la tensión entre belleza y
denuncia. En su serie “Salvador de Bahía”, por ejemplo, explora las disidencias
de género presentes en el carnaval. En sus retratos, travestis, mujeres trans y
sujetos queer aparecen no como excepciones, sino como centro. En ellos se
encarna una verdad antigua y futura: que el cuerpo es una escritura abierta, y
que toda identidad es una danza entre máscaras.
Este
enfoque lo aproxima a pensadores como Judith Butler, quien vio en la
performatividad del género una forma de resistencia. Pero lo que en la teoría
es discurso, en Beliel es imagen viviente: encarnación, sudor, brillo y carne.
Más allá
de sus sujetos, hay que hablar del estilo de Beliel. Su uso de la luz natural,
su encuadre justo, su capacidad para captar el instante donde lo sagrado y lo
vulgar se abrazan, hacen de cada foto un poema visual. Es un fotógrafo que no
estetiza la miseria, pero tampoco romantiza la marginalidad. Encuentra la
poesía donde está: en el gesto espontáneo, en la mirada directa, en el rostro
que no finge. Su lente no corrige: celebra.
Desde la
perspectiva histórica, la obra de Beliel puede leerse como una continuidad de
la antropofagia estética brasileña. Como Oswald de Andrade devoró las formas
europeas para crear algo nuevo y mestizo, Beliel digiere la tradición
documental para ofrecer una visión que es, a la vez, denuncia y celebración. En
tiempos de Bolsonaro y retrocesos sociales, su obra adquiere un peso político
renovado. Frente al intento de imponer una identidad única, hegemónica,
cristiana y blanca, sus imágenes responden con la polifonía del deseo popular.
No es
casual que haya trabajado con músicos como Caetano Veloso o Gilberto Gil. La
música, como su fotografía, también ha sido vehículo de resistencia y de
belleza en Brasil. Ambos lenguajes —la imagen y el sonido— se entrelazan en su
obra para invocar esa zona sagrada donde la cultura no es producto, sino
latido. En sus exposiciones, uno puede sentir que las fotos cantan, que cada
rostro es un tambor, que cada cuerpo iluminado por el flash lleva una historia
milenaria bajo la piel.
Y es que,
en el fondo, la gran apuesta de Ricardo Beliel es mística: encontrar en lo
cotidiano una forma de lo sagrado. No en el sentido religioso, sino en el
sentido ancestral: aquello que nos conecta, que nos excede, que nos permite
reconocernos en el otro sin borrar la diferencia. Su fotografía no pretende
hablar por nadie, pero permite que muchos hablen. Y eso, en un mundo de ruido,
es un acto de profunda escucha.
Tal vez,
al final, lo que Beliel nos ofrece es una pedagogía del asombro. Una forma de
volver a mirar lo que creíamos conocer —el carnaval, el cuerpo, el deseo— y
descubrir que ahí arde todavía una llama antigua. Porque hay algo en sus
imágenes que no se explica, pero se siente: como un canto que nos llama desde
lo más hondo del mestizaje.