Reyna. 1996, Óleo sobre lienzo |
La imagen
del cuerpo femenino no es solo una forma: es un eco del origen, una memoria
tallada en la bruma de lo humano.
Al
observar la obra de Jorge Figueroa Acosta, intuimos que nos encontramos ante un
lenguaje ancestral disfrazado de modernidad. Su pintura no grita ni pretende
convencer ni adoctrinar. Más bien, sus cuerpos femeninos nos miran desde el
centro de un enigma, como si esperaran que nosotros, los espectadores,
recordemos algo que aún no sabemos que hemos olvidado.
Contemplar
su obra es entrar en un ritual visual donde la piel no es frontera sino mapa,
donde la forma no es límite sino génesis. Y en esa liturgia de ritmos, líneas,
volúmenes y pigmentos, la mujer se revela no como objeto, sino como sujeto de
un mito reescrito desde la carne. Figueroa Acosta no pinta mujeres: convoca
presencias.
En la
historia del arte mexicano, abundan los nombres que han hecho del cuerpo
femenino su centro plástico, desde los cánones indigenistas hasta los retratos
idealizados del muralismo. Sin embargo, Jorge Figueroa Acosta elige otro
sendero: uno más íntimo, más morfológico, más silenciosamente subversivo. Lo
femenino en su obra no es representación ni alegoría: es un proceso. Una forma
en perpetuo tránsito entre lo corporal y lo espiritual.
Su
estética, que podríamos llamar neofigurativa, no se ajusta fácilmente a las
etiquetas. En ella conviven la sugerencia anatómica con una suerte de neo cubismo,
el volumen escultórico con el énfasis del contorno. La figura femenina no se
impone, se insinúa; no se exhibe, se sugiere. A veces parece nacer del lienzo
como un suspiro mineral, como un sueño denso que se niega a disiparse al
despertar.
En ese
vaivén entre la volumetría escultural y lo pictórico se sitúa la fuerza de su
lenguaje plástico. Figueroa Acosta dibuja el cuerpo con la misma intensidad con
la que otros dibujan ideas. Su mirada es, ante todo, una forma de pensamiento.
El ritmo
en su obra es más que un recurso plástico: es una poética de la huella. Seccionar
el cuerpo es un acto de alquimia que graba en la materia un recuerdo imposible
de borrar. Así, sus figuras femeninas parecen haber atravesado siglos,
incendios, silencios. Cuerpos inertes, sí, pero también cuerpos que resisten.
Que evocan.
Hay algo
arcaico y profundamente contemporáneo en estas piezas. Como si la Venus
paleolítica hubiera aprendido a hablar el lenguaje de los sueños modernos. Como
si las mujeres de Figueroa fuera una sibila del tiempo: una que no predice el
futuro, sino que nos devuelve al origen.
En el
fondo, toda la obra de Jorge Figueroa Acosta parece girar en torno a una
pregunta filosófica elemental: ¿qué es el cuerpo? ¿Materia o símbolo? ¿Paisaje
o prisión? ¿Presencia o ausencia? En su búsqueda de una respuesta, el artista
no cae en el trazo literal ni en la ilustración fácil. Su estrategia es más
elegante: la de la evocación.
Como
diría Merleau-Ponty, el cuerpo es nuestra forma de estar en el mundo, y en la
obra de Figueroa Acosta, ese estar se vuelve visible. No hay complacencia ni
sensualismo gratuito. Hay una mirada que escarba en la estructura, que
descompone la forma solo para volver a armarla desde una lógica íntima,
intuitiva, emocional.
El cuerpo
femenino se convierte entonces en metáfora de lo inasible: de la identidad, del
deseo, de la historia. A veces es torso, a veces es máscara, a veces es sombra.
Pero siempre es presencia. Una presencia que interroga, que incomoda con su
belleza melancólica, con su silencio barroco.
La
historia del arte ha cargado sobre el cuerpo femenino todo tipo de fantasmas:
la musa, la virgen, la madre, la bruja, la puta. Jorge Figueroa Acosta, desde
una trinchera profundamente humanista, desactiva estos lugares comunes para
devolverle a la mujer su complejidad poética.
Sus
figuras no son anécdotas, sino enigmas. No nos cuentan una historia: nos
invitan a habitar una atmósfera. Sus cuerpos son territorios simbólicos donde
se cruzan la memoria personal, la tradición cultural y la identidad colectiva.
En ellos resuena la historia de México —con sus heridas, sus esperanzas, su
mestizaje contradictorio—, pero también el mito eterno del cuerpo como casa del
alma.
No es
casual que sus murales hablen de la humanidad en su conjunto. Figueroa Acosta
no solo ha esculpido mujeres: ha formado miradas. Ha enseñado a ver no solo lo
que está, sino lo que late debajo.
En un
presente donde el debate sobre la representación del cuerpo —y especialmente
del cuerpo femenino— se ha vuelto urgente, la obra de Jorge Figueroa Acosta se
sitúa en una tensión productiva. No cede ante la superficial corrección
política ni se refugia en el clasicismo vacío. Camina una línea delicada: la de
la contemplación crítica.
Su
propuesta no es panfletaria ni reactiva: es reflexiva. Y eso la hace aún más
poderosa. Frente a la cultura de la inmediatez y la imagen vacía, Figueroa
propone una lentitud radical. Una mirada que se demora. Que palpa. Que escucha
lo que la forma insinúa, lo que la materia calla.
Mirar una
pintura de Figueroa Acosta es abrir un umbral. Lo que aparece no es una mujer,
sino una posibilidad. La posibilidad de recordar que el arte no representa,
sino revela. Que no ilustra, sino invoca. Que no copia la vida, sino la sueña.
Porque en
sus obras, el cuerpo femenino no es solo cuerpo: es forma que sueña. Y al
soñar, nos devuelve —con la dulzura de una herida que ya no duele— la memoria
de lo que fuimos antes del olvido.