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La Jungla. 1943. 284 x 292 cm. Óleo sobre papel kraft montado sobre lienzo. Wilfredo Lam |
¿Y si la
selva no fuera un lugar exótico sino un espejo con demasiadas verdades? Frente
a "La Jungla" de Wifredo Lam, uno sospecha que el verdadero viaje no es hacia
Cuba, ni siquiera hacia el arte moderno, sino hacia la incomodidad de mirarnos
como parte de un follaje que se niega a ser postal turística. Lam, con sus
híbridos inquietantes, nos obliga a admitir que el paraíso tropical es, en
realidad, una plantación con látigos en el trasfondo.
La
primera impresión es casi física: la tela abruma. No hay cielo, no hay
horizonte, apenas un muro vegetal donde las figuras se camuflan y se confunden.
El ojo busca descanso, pero no lo encuentra. Esa saturación cromática —verdes
intensos, azules húmedos, destellos cálidos— genera una sensación de encierro.
Es como estar dentro de una caña de azúcar: dulce en apariencia, cortante en la
experiencia. El espectador siente que ha entrado en un espacio demasiado
estrecho para ser paisaje y demasiado simbólico para ser realidad.
El
gouache sobre papel, una elección casi caprichosa para un formato monumental,
le da al cuadro una textura porosa, casi precaria, que se aleja del óleo
solemne de los museos europeos. Como si Lam quisiera decir: “esto no es el
Louvre, esto es un conjuro improvisado con lo que hay”. La obra vibra con una
energía ritual, más cercana al tambor de la santería que al murmullo académico
del cubismo. La pintura, literalmente, suda.
Cuando
Wilfredo Lam regresó a Cuba en 1941, se encontró con un país que exportaba imágenes de
mulatas sonrientes, ron y palmeras, pero que ocultaba la crudeza de la
plantación azucarera, herencia directa de la esclavitud. "La Jungla" fue su
ajuste de cuentas con esa doble moral. Lo que a ojos del turista era un paraíso
caribeño, para Lam era un campo de trabajo vigilado por los fantasmas de la
trata negrera.
La obra
se pinta en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Europa se desangraba
y las vanguardias buscaban refugio en otros continentes. Lam, que había bebido
del cubismo de Picasso y del surrealismo de Breton, regresa a su isla con un
equipaje estético sofisticado, pero lo pone al servicio de un tema incómodo: la
negritud, la identidad afrocubana, la opresión colonial. En ese sentido, La
Jungla no es un paisaje: es una denuncia. Una selva que no oculta, sino que
revela.
¿Quiso
Lam dar una lección política, un sermón anticolonial? ¿O simplemente abrir un
portal entre lo humano y lo vegetal, entre lo sagrado y lo grotesco? Tal vez
ambas cosas. La pintura tiene la contundencia de un manifiesto y la ambigüedad
de un sueño.
Los
cuerpos híbridos —con pechos desmesurados, cabezas de máscara y extremidades
convertidas en ramas— parecen participar de un rito secreto. Son figuras
atrapadas, pero también empoderadas por la iconografía de la santería. No hay
erotismo ingenuo aquí; hay cuerpos convertidos en símbolos de resistencia. Como
si Lam hubiera dicho: “Si quieren mulatas de postal, aquí tienen deidades con
machete”.
La
intención del artista no es complacer al mercado, sino incomodarlo. Lo cual,
paradójicamente, lo convierte en mercancía. Porque nada se integra más rápido
al canon que lo que incomoda.
Cuando el
MoMA adquirió "La Jungla", no todos estaban convencidos. La pieza era demasiado
grande, demasiado rara, demasiado ajena al gusto neoyorquino que todavía se
debatía entre el impresionismo tardío y las primeras abstracciones. Algunos
críticos veían en ella exotismo de exportación; otros, un cubismo mal digerido.
Pero el
tiempo es un curador implacable: lo que incomoda hoy, mañana es indispensable. La
Jungla pasó de ser sospechosa a convertirse en ícono, en “manifiesto plástico
del Tercer Mundo”, como la bautizó Alain Jouffroy. La obra fue legitimada no
solo como arte de resistencia, sino como prueba de que la modernidad no era un
club exclusivo de París y Nueva York. Lam se convirtió en símbolo de un
modernismo global antes de que el término existiera.
El cuadro
está construido como una trampa visual. No hay centro claro, no hay jerarquía:
el ojo se pierde en un laberinto de cañas, hojas y cuerpos desmembrados. Esa
confusión no es accidente, es estrategia: Lam reproduce en la composición la
sensación de la plantación, donde el individuo desaparece en la masa de caña de
azúcar.
Los
pechos exagerados no son fetiches eróticos, sino ironías visuales: símbolos de
la explotación de la mujer negra, convertida en fuerza de trabajo y objeto de
deseo colonial. Las máscaras remiten a la santería, pero también a la necesidad
de ocultarse, de sobrevivir detrás de rostros múltiples. Las manos levantadas
parecen tanto gestos de danza como señales de auxilio. La jungla es,
simultáneamente, cárcel y escenario, resistencia y espectáculo.
¿Qué hace
el espectador frente a La Jungla? Primero, se siente invadido: el cuadro no
permite distancia. Luego, incómodo: esas figuras no seducen, interpelan. Y
finalmente, obligado a decidir: ¿ve un carnaval de colores o un drama
histórico? La obra exige una toma de postura, aunque sea la evasión.
Es aquí
donde el arte contemporáneo cumple su rol más incómodo: recordarnos que mirar
nunca es inocente. Quien ve solo “lo bonito” revela tanto de sí mismo como
quien ve la crítica social. Lam nos convierte, sin que lo pidamos, en cómplices
del espectáculo de la plantación.
"La Jungla" es síntoma de varias tensiones simultáneas: el desencanto de un artista que
vuelve a una patria disfrazada de postal; la búsqueda de un arte que desborde
las vanguardias europeas; la reivindicación de la identidad afrocubana en un
mundo todavía colonial.
En ella
resuenan los dilemas que seguimos arrastrando: la mercantilización del
exotismo, la apropiación cultural de las vanguardias, la inclusión forzada en
un canon que antes nos excluía. ¿No es, acaso, la misma dinámica que hoy
transforma la disidencia en tendencia, la resistencia en merchandising y el
ritual en performance de museo?
Volvamos
a la pregunta inicial: ¿y si la selva fuera un espejo? La respuesta es
incómoda: lo es. Lam pintó un follaje donde todos cabemos, aunque ninguno salga
ileso. Su jungla no es refugio ni postal: es la memoria viva de una plantación,
el grito silente de una identidad que se niega a ser domesticada.
El espectador que se detiene ante la obra descubre que la selva no está afuera, sino adentro: en los laberintos de nuestra propia cultura, en la contradicción de desear lo exótico mientras tememos su verdad. Y tal vez, al final, esa es la mayor lección de Wilfredo Lam: que el arte contemporáneo no nos libera de la incomodidad, sino que la convierte en paisaje.