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Wilfredo Lam |
Wifredo
Lam
no era solo un pintor, era una explosión. Un cóctel molotov de orígenes: un
padre chino, una madre afrocubana con sangre española. Un mestizo de manual,
condenado a ser un puente y una brecha al mismo tiempo. Y lo usó. Usó cada
fragmento de su identidad para crear un arte que nos golpea, que nos hace
preguntas que no sabemos responder.
Estudió
derecho en La Habana, pero desistió para dedicarse a lo que de verdad
importaba: el caos creativo. Se fue a Madrid, la ciudad que lo vio florecer y
romperse. Y de ahí a París, donde se codeó con los monstruos sagrados. Picasso,
un toro que lo admiraba y, claro, lo empujaba. Miró, un loco genial. Y André
Breton, el papa del surrealismo, un tipo que creía que la locura era
la única verdad. Lam no era un seguidor, era un igual. Un subversivo que
entendió que la lógica occidental era una jaula y que la santería, con sus
espíritus y sus ritos, era la llave.
Su vida
fue un salto de fe constante. Huyó de la Guerra Civil Española, escapó de la
Francia ocupada. La guerra y la injusticia social no eran temas, eran su pan de
cada día. No pintaba la opresión, la escupía en el lienzo. Su obra es un grito,
una maldición, una plegaria. ¿Y qué decir de La Jungla? Una obra
monumental que en 1943 nos decía a la cara que los "salvajes" eran
los civilizados y que los "civilizados" habían creado el infierno. Una
bofetada de casi dos metros y medio.
Lam fusionó el cubismo de Picasso y el surrealismo de Breton con las formas totémicas y la simbología africana. Su arte no es una copia, es un nuevo idioma. Un idioma que solo entiendes si te atreves a sentir, no solo a mirar. No es de extrañar que el arte "europeo" se rindiera ante él. Lo que él hizo no fue revalorizar la cultura afro-cubana, fue colocarla en un pedestal y decir: "Ahora mírenla. Es tan poderosa como cualquier otra". Su legado es la prueba de que un artista de verdad no es el que copia, sino el que crea su propio universo, utilizando su propia vida, por caótica que sea, como el pincel más afilado.