René Magritte

 

René Magritte

René Magritte


René Magritte, el belga que convirtió lo ordinario en un escándalo visual, jamás se conformó con pintar manzanas, bombines o cielos nublados: los arrojó a un territorio donde la lógica se derrumba y la mirada se convierte en sospecha. Fue prolífico, casi obsesivo: se han registrado alrededor de 478 pinturas —además de dibujos, grabados y escritos— y cada una funciona como un dispositivo de pensamiento. Magritte no quería agradar; quería desconcertar. Su pintura no es un refugio estético sino una trampa de espejos.

Las obras más célebres son ya emblemas culturales: “El hijo del hombre”, con ese rostro oculto tras una manzana que nos recuerda que toda identidad es un misterio; “La traición de las imágenes”, donde una pipa se niega a ser lo que aparenta; “Los amantes”, con su beso imposible bajo telas que asfixian; “El imperio de las luces”, que juega a confundir día y noche; o “Golconda”, ese desfile interminable de hombres idénticos cayendo o levitando sobre la ciudad. El gesto se repite: tomar lo cotidiano y arrancarle su inocencia.

No hay en él la histeria plástica de Dalí ni la violencia onírica de Max Ernst. Magritte fue más silencioso, más cruel: el conspirador que siembra sospecha en lo familiar. Colocó cortinas donde no deberían estar, bombines que multiplican la banalidad hasta volverla inquietante, cielos que parecen sacados de un sueño infantil, pero que se incrustan en la conciencia con filo de navaja.

Fue surrealista, sí, pero a su manera. Nada de delirios automáticos o explosiones caóticas. Su método era frío, casi burocrático: pintar con precisión fotográfica y al mismo tiempo dinamitar la realidad. El resultado es una paradoja: cuadros que parecen sencillos y que, sin embargo, socavan los cimientos de lo real.

René Magritte no pintaba cosas, pintaba la distancia entre las cosas y sus nombres. Nos enseñó que lo visible es apenas una máscara. Su legado es indiscutible: obligó al arte contemporáneo a sospechar de todo, incluso de sí mismo. Y dejó una lección tan incómoda como perdurable: la realidad no está en lo que vemos, sino en lo que se nos escapa.

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