El gran masturbador. Óleo sobre lienzo. Salvador Dalí. 1929
¿Puede un
saltamontes ser más inquietante que un desnudo? Salvador Dalí respondió en 1929
con un cuadro que todavía nos hace dudar si reír, temblar o salir huyendo de la
sala. El Gran Masturbador no es una pintura fácil de mirar sin sentir un
cosquilleo incómodo: es, a la vez, caricatura íntima y confesión pública,
erotismo exaltado y fobia entomológica. Lo trivial —el insecto que despierta
repulsión infantil— se vuelve trascendente al mezclarse con el deseo, y de esa
alquimia surge un ícono del surrealismo.
Dalí no
pintó una escena, pintó una neurosis. Y en esa neurosis —tan suya y, a la vez,
tan universal— encontramos una clave para leer no solo su obra, sino el arte
contemporáneo como espejo de ansiedades colectivas. En su caso, los miedos
personales se desplegaron con una teatralidad que el propio André Breton,
patriarca del surrealismo, supo capitalizar como espectáculo.
La
primera impresión es de desconcierto: un rostro monumental, blando, apoyado
contra una roca invisible, con ojos semicerrados que parecen no querer ver lo
que ocurre a su alrededor. De esa superficie nacen insectos, flores, cuerpos
femeninos fragmentados y objetos que parecen salidos de un manual de sueños
freudianos ilustrados. El espectador oscila entre fascinación y repulsión. La
tersura de la piel amarilla, que recuerda a una escultura derretida, genera un
efecto táctil casi nauseabundo. La escena se siente caliente, pegajosa, como si
la pintura transpirara. No hay reposo: cada línea es curva, cada detalle, un
desvío. Dalí logra que el ojo se extravíe como quien camina en un pasillo de
espejos deformantes.
¿De qué
sirve tanta incomodidad? Precisamente de obligarnos a mirar el deseo en su
forma menos domesticada, cuando todavía arrastra con él la sombra del miedo.
Freud había advertido que el erotismo no se separa nunca del conflicto
psíquico, y Dalí parece haberlo entendido demasiado bien.
1929 fue
un año bisagra para Dalí: ingresó formalmente al círculo surrealista en París y
conoció a Gala, que se convertiría en su esposa y musa. La pintura nace en ese
cruce de pasiones: el descubrimiento del amor obsesivo y la militancia en un
movimiento que buscaba dinamitar la razón ilustrada a base de pulsiones
inconscientes.
El
surrealismo había hecho de Freud su evangelio laico. Los sueños, las fobias y
los lapsus eran combustible para el arte. El Gran Masturbador responde a ese
canon, pero con la teatralidad daliniana: no basta con sugerir, hay que gritar
en óleo lo que otros apenas susurran en metáforas.
El
saltamontes y las hormigas —símbolos de su miedo infantil a la descomposición—
conviven con la figura femenina semidesnuda, clara alusión a Gala. El resultado
es un retrato de época: los años veinte que, tras la guerra, se debatían entre
la liberación sexual y la persistencia de tabúes, entre la modernidad mecánica
y el regreso de los monstruos interiores.
¿Quería
Dalí provocar? Sí. ¿Confesar? También. ¿Inventar un ícono personal? Por
supuesto. La obra no es un panfleto ni un manifiesto: es un autorretrato
psíquico. Su título mismo es una provocación: nadie cuelga en su sala de estar
un “gran masturbador” sin esperar reacciones.
Pero el
cuadro no se agota en la biografía. La figura central, con el rostro inclinado
hacia abajo, recuerda una máscara que se derrite, un ídolo desplomado. ¿Es
Dalí? ¿Es el espectador? ¿O es la humanidad entera, arrastrada entre el deseo y
la repugnancia? Ahí radica su potencia: cada uno puede proyectar su propia
incomodidad. El cuadro es un espejo deformante que devuelve no tanto lo que
somos, sino lo que preferimos no confesar.
En su
momento, la obra generó perplejidad y murmullos. El título era casi un insulto
al buen gusto burgués, y las formas, demasiado explícitas para pasar
desapercibidas. Dalí fue acusado de vulgaridad, de kitsch, de convertir el
psicoanálisis en espectáculo. Y quizás lo era: un “radical chic” avant la
lettre que comprendió que la espectacularización era también un modo de
legitimidad.
Hoy, en
cambio, la pintura se exhibe en el Museo Reina Sofía como pieza maestra,
canonizada por la institucionalidad cultural que en su origen la habría
censurado. La paradoja es deliciosa: lo que fue considerado degenerado se
convierte en patrimonio nacional. Así funciona el mercado global del arte:
metaboliza la disidencia y la vende en entradas de museo.
El
insecto pegado al rostro es la imagen más incómoda. En vez de ocultarlo, Dalí
lo agranda: un miedo personal se vuelve metáfora universal del asco que
acompaña al deseo. Las hormigas, con su carga simbólica de putrefacción,
refuerzan la idea de que el placer nunca está libre de amenaza. La mujer
desnuda, estilizada, parece a punto de besar, pero su gesto es ambiguo:
¿acercamiento amoroso o devoración? La sexualidad aparece como un territorio de
riesgo, mezcla de atracción y peligro.
La cabeza
blanda, sin cráneo definido, funciona como máscara caída. Dalí se autorretrata
no como genio heroico, sino como criatura indefensa, un cuerpo expuesto a sus
fobias. La paradoja: para mostrarse fuerte en la historia del arte, se pinta
vulnerable en la tela.
El cuadro
exige un tipo de mirada incómoda: no basta con admirar la técnica, hay que
soportar el malestar. Dalí obliga al espectador a convertirse en psicoanalista
improvisado. ¿Qué vemos primero? ¿la mujer, el insecto o la máscara? Esa
elección ya nos delata.
El
espectador se siente voyeur de un sueño ajeno y, a la vez, sospecha que el
sueño es también suyo. Esa es la trampa daliniana: nos convierte en cómplices
de su obsesión. El cuadro no se mira, se padece.
Si
elegimos leer la obra como síntoma de una época, se revela su actualidad. Dalí
pintó la ansiedad sexual de los años veinte, pero bien podríamos leer ahí las
ansiedades digitales del siglo XXI. Sustituya el insecto por el algoritmo, y
tendrá la misma mezcla de fascinación y miedo. En su Psicología de masas y
análisis del yo, Freud había anticipado que la tecnología amplificaría tanto
los deseos como las fobias colectivas.
El Gran
Masturbador encarna así la paradoja contemporánea: una cultura que celebra la
liberación del deseo, pero que al mismo tiempo vive acosada por la corrección
política, la censura moral en redes sociales y la cultura de la cancelación. Salvador Dalí se adelantó al dilema: el placer nunca viene sin su cuota de fobia.
En este
sentido, la obra funciona como alegoría del presente. El rostro caído podría
ser el nuestro, hundido entre notificaciones, ansiedad y la eterna búsqueda de
placer instantáneo. ¿No es acaso la masturbación la metáfora perfecta del
consumo cultural contemporáneo: rápido, solitario, repetitivo y siempre
insatisfactorio?
Al
principio pregunté: ¿puede un saltamontes ser más inquietante que un desnudo?
Tras recorrer la pintura, la respuesta es clara: sí, y eso lo entendió Dalí
mejor que nadie. En El Gran Masturbador, el insecto y el deseo se funden en un
retrato brutal de la condición humana: queremos lo que nos asusta, y nos asusta
lo que queremos.
Ese es el secreto de su vigencia. Más que un cuadro, es un espejo de nuestras contradicciones. Dalí no nos invita a entenderlo, sino a reconocernos en su incomodidad. Porque, en el fondo, todos somos un poco ese rostro blando, apoyado contra la roca de nuestras propias fobias, intentando besar mientras huimos de los insectos que llevamos dentro.