¿Qué
secretos susurran los huesos cuando la música del tiempo los convoca a una
última, ineludible danza? ¿Y si esa danza, lejos de ser un eco lejano de épocas
pasadas, resonara con la estridencia y las paradojas de nuestro presente? En el
corazón de esta interrogante se yergue, monumental y desafiante, el tríptico
"La danza macabra contemporánea" (2021) de Antonio García Villarán,
una obra que no solo mira de frente a la Parca, sino que la invita a bailar al
son de las neurosis y esplendores del siglo XXI.
La danza macabra contemporánea. Tríptico. Antonio Villarán. 2021
La Danza Macabra, ese género alegórico que floreció en la Baja Edad Media como un recordatorio universal de la fragilidad de la vida y la igualdad ante la muerte, encuentra en las manos de Villarán una revitalización que es, a la vez, un homenaje y una punzante crítica. Aquellas procesiones de esqueletos que arrastraban a papas, emperadores, mercaderes y mendigos por igual, hoy se visten con los ropajes y los símbolos de nuestra era, en una coreografía que se despliega a través de tres lienzos vibrantes y perturbadores.
El artista
sevillano, conocido por su defensa de la técnica y la estética en un mundo
artístico a menudo seducido por lo efímero y lo conceptualmente vacuo –una
postura encapsulada en su polémico término «hamparte»–, no podía abordar este tema
ancestral sin imprimirle su sello de maestría y su aguda mirada sobre la
condición humana.
Desde el
primer golpe de vista, la obra nos sumerge en un torbellino de figuras
esqueléticas, cada una con su propia narrativa, su propia vanidad terrenal
ahora expuesta en su desnudez ósea. El formato de tríptico, con sus
reminiscencias a los retablos religiosos, ya nos sitúa en un espacio de
contemplación que trasciende lo meramente decorativo. Villarán, doctor en
Bellas Artes con una tesis sobre pedagogía artística, comprende la potencia
comunicativa de las formas clásicas, y las utiliza como un andamiaje sólido
sobre el cual erigir su discurso contemporáneo.
En el
panel izquierdo, un esqueleto ataviado con un elegante traje verde y corbata
naranja parece ejecutar un paso de baile algo torpe, casi sorprendido en su
última farra. Cerca de sus pies, una mascarilla quirúrgica desechada y un rollo
de papel higiénico –símbolos inequívocos de la pandemia de COVID-19 y la
histeria colectiva que desató– nos anclan brutalmente al presente. A su lado,
otro esqueleto, quizás un prelado con una mitra adornada con cuernos de animal
parece oficiar una ceremonia macabra, mientras una figura femenina, cubierta
por un velo que recuerda a una novia o una viuda, sostiene un pañuelo, ¿quizás
para secar lágrimas inexistentes? La escena es un comentario mordaz sobre la
persistencia de las instituciones y los rituales, incluso cuando la carne ha
desaparecido.
El panel
central se erige como el epicentro de esta bacanal esquelética. Un músico con
sombrero de paja y breve capa azul toca una flauta, su melodía invisible
guiando la danza. Otro esqueleto, coronado con un gorro de bufón, encarna la
burla eterna, el memento mori que se ríe de la pompa y el poder. Hay una
cualidad casi carnavalesca, un eco de las saturnales romanas o de los festejos
del Día de Muertos mexicano, donde la muerte no es solo luto, sino también
celebración y comunión. Un personaje sombrío, envuelto en una túnica oscura,
sostiene un cráneo en sus manos, evocando al Hamlet de Shakespeare
reflexionando sobre la calavera de Yorick, una meditación sobre la fugacidad de
la vida y la memoria. La técnica de Villarán es palpable aquí: el manejo del
óleo, la solidez de las formas, la riqueza cromática que, aun en su paleta a
menudo terrosa y sanguínea, irradia una vitalidad paradójica.
El panel
derecho introduce una nota de exotismo y vanidad. Un esqueleto, apenas cubierto
por una tela rosa, sostiene un abanico de plumas de pavo real, símbolo de
ostentación, pero también de inmortalidad en algunas culturas. A su lado, otro
esqueleto con gorra y ropaje rojizo parece llevar consigo los aperos de un
artista, quizás una paleta o un cuaderno de bocetos. ¿Es este un guiño
metadiscursivo al propio artista, confrontado con la temática de su obra? La
pintura, entonces, se convierte en un espejo donde el creador y el espectador
se ven reflejados en esta danza universal. El paisaje de fondo, árido y
desolado, con árboles secos que se retuercen como almas en pena, subraya la
desolación última que aguarda tras el festín de la vida.
La obra
de Villarán no es una simple recreación. Es una apropiación y una traducción.
Si las danzas macabras medievales eran una respuesta a la Peste Negra y a una
sociedad profundamente teocéntrica, la de Villarán dialoga con las plagas de
nuestro tiempo: la desinformación, la polarización, el consumismo desenfrenado,
la crisis de valores, la superficialidad que él mismo denuncia con su concepto
de «hamparte». Hay una ironía sutil, una elegancia intelectual en cómo los
símbolos contemporáneos –la mascarilla, el papel higiénico– se integran con
naturalidad en esta tradición iconográfica centenaria, revelando que las
vanidades humanas, aunque cambien de disfraz, permanecen esencialmente las
mismas.
Podríamos
encontrar influencias diversas en esta obra. Desde la tradición pictórica
española, con su querencia por lo sombrío y lo existencial (pensemos en Goya y
sus Pinturas Negras, o en Valdés Leal y sus Postrimerías), hasta ecos del
expresionismo alemán, con su cruda representación de la angustia humana.
Incluso el cine de Ingmar Bergman, especialmente "El Séptimo Sello",
con su icónica imagen de la Muerte jugando al ajedrez, parece resonar en la
atmósfera de este tríptico. Y, por supuesto, la propia trayectoria de Villarán,
su insistencia en la técnica y el oficio, en un arte que comunique y perdure,
se manifiesta aquí con una fuerza arrolladora. Él no solo pinta esqueletos;
esculpe con el pincel la anatomía de nuestra mortalidad.
El
metadiscurso es potente: el arte enfrentándose a la muerte, el artista como
cronista de la finitud. Al elegir un tema tan cargado de historia y
significado, y al abordarlo con virtuosismo técnico y conceptual, Villarán se
posiciona en una genealogía de creadores que han usado el arte como herramienta
de introspección y comentario social. Su "Danza Macabra
Contemporánea" no es solo una pintura; es un ensayo visual, una reflexión
filosófica sobre la condición humana en el siglo XXI. Los colores, las formas,
la composición, todo conspira para crear una experiencia sensorial que es a la
vez perturbadora y extrañamente hermosa. Es la belleza terrible de la verdad
desnuda.
Al final, la obra nos deja con una sensación agridulce. Es un recordatorio de nuestra inevitable desaparición, sí, pero también una celebración de la vida en toda su absurda y gloriosa complejidad. Los esqueletos de Villarán no son meros espectros aterradores; están llenos de una extraña vitalidad, como si, incluso en la muerte, no pudieran renunciar a sus pasiones, sus vicios y sus sueños. Y en esa paradoja reside quizás la mayor lección de esta danza: que la conciencia de la muerte, lejos de paralizarnos, debería impulsarnos a vivir con mayor intensidad, autenticidad y, por qué no, con un toque de irónica sabiduría.
La
obra de Antonio García Villarán nos invita a unirnos al baile, a reconocer
nuestro propio esqueleto bajo la piel, y a reflexionar sobre qué melodía
estamos siguiendo en este efímero carnaval de la existencia.